Cuando empecé a escribir, a fines de los años 90, lo último que se me habría ocurrido era consultar si había un programa universitario diseñado para enseñar creación literaria. Durante mi larga experiencia como lector, con algunos episodios de escritura espontánea, había disfrutado de la literatura a la sombra de las opiniones comunes en América Latina durante el siglo xx. La más importante, por supuesto, es que la escritura es un don. Hay quienes lo tienen. Los demás, ni siquiera deberían intentarlo. No conocía entonces la larga tradición de programas de creación literaria en los Estados Unidos. Quizá, si alguien los hubiera mencionado, habría dicho que más que verdaderos programas para formar escritores, eran una expresión más del talante norteamericano capaz de mecanizar inclusive el arte. Entonces me topé con The Art of Fiction de John Gardner. El autor norteamericano no solo hablaba de la escritura como una disciplina pasible de ser aprendida, sino también daba a entender que, en efecto, había muchos programas de creación literaria en los Estados Unidos.
En esa época, internet no tenía tantos recursos como ahora. El buscador se llamaba Altavista. Mostraba, esencialmente, lo que las universidades, las primeras afiliadas a la naciente world wide web, querían mostrar. Pero era suficiente. Encontré que no solamente había un gran número de programas de creación literaria, sino también que algunos de ellos tenían una ilustre antigüedad, como el de la Universidad de Iowa, que, además, había acogido durante los años 60 a Carlos Germán Belli, un admirado poeta peruano. Como él, otros escritores norteamericanos también habían pasado por programas semejantes, empezando por Raymond Carver, continuando con otros escritores emergentes como Jhumpa Lahiri, que acababa de ganar el Premio Pulitzer con un libro de cuentos que había empezado a escribir durante su maestría en Creación Literaria en la Universidad de Boston.
Este descubrimiento me obligó a reconsiderar mis ideas sobre la posibilidad de aprender a escribir. Lamentablemente, a mi pesar, mi búsqueda de programas semejantes en América Latina no resultó tan fructífera. No había ninguno. Mi búsqueda de programas de creación literaria en español en los Estados Unidos resultó menos prometedora todavía. De modo que, sin otra posibilidad, decidí hacer un doctorado en literatura, que era lo más próximo que podía estar a la literatura que, entonces, se había convertido en la preocupación principal de mi vida intelectual y creativa.
En la ciudad donde yo vivía entonces —La Jolla, California— no había talleres de creación literaria en español, de modo que empecé a asistir a talleres en inglés. Resultaron un tanto frustrantes, ya que me obligaban a gastar demasiada energía creativa lidiando con las dificultades del idioma en lugar de entregar todo ese esfuerzo a la creación de literatura. El experimento no fue del todo descaminado, ya que, si bien no avancé mucho en mi desarrollo como escritor, empecé a comprender que lejos de ser un planteamiento mecanizado, como había pensado al principio, la enseñanza de la creación literaria dependía en gran medida de la interacción entre los participantes, así como de una inmensa libertad creativa.
Para entonces, había tenido la suerte de haber ganado algunos premios literarios, lo cual, además de abrirme las puertas de la publicación, me hicieron pensar en cómo compartir lo que había aprendido hasta entonces. Entusiasmado, hice una traducción de The Art of Fiction que publiqué en el Perú, donde poco después empecé a dirigir mis primeros talleres. En esos días me tocó enfrentar dos dificultades un tanto disímiles.
La primera era la denominación de la práctica. En la tradición norteamericana se usaba el término creative writing, que significa, literalmente, “escritura creativa”. Como no había una denominación semejante en español, en una suerte de rebeldía contra esa ausencia de tradición, adopté “escritura creativa”, un tanto para subrayar nuestra incipiente disciplina, así como para reconocer una tradición de la que sin duda también teníamos mucho que aprender. Con el paso de los años, a medida que nuevos programas empezaron a surgir en América Latina, resultó cada vez más claro que nuestra disciplina no era tanto la “escritura creativa”, ya que, puestos a reflexionar, casi todo tipo de escritura es creativa. Lo nuestro era (y sigue siendo) la creación de literatura. De modo que empecé a usar el término “creación literaria” que escuché usar de manera certera al escritor mexicano Luis Arturo Ramos.
La segunda dificultad era la antigua pregunta: ¿se puede enseñar a escribir? Como dije líneas arriba, la respuesta que yo había creído tener clara hasta entonces era un rotundo no. Uno nace con el talento para escribir. El problema con aquella postura, encapsulada en la pregunta, es que esta usa el término “escribir” para cubrir un terreno muy grande, algo así como decir “Amazonia” para referirse a regiones tan distintas como la ciudad de Pucalpa a orillas de Ucayali, así como la ciudad de Belém frente al fabuloso estuario a orillas del Océano Atlántico.
La pregunta “¿se puede enseñar a escribir?” es en realidad una mala condensación de tres preguntas diferentes. Si entendemos escribir como la habilidad de convertir en escritura cualquier expresión del lenguaje, queda claro que la mayoría de seres humanos puede aprender a escribir, por lo menos tanto como le haga falta en su vida diaria. Si entendemos escribir, en el sentido literario, como una capacidad de usar el lenguaje de manera fresca, inesperada, que además dé luces sobre nuestra experiencia común en este mundo, entonces uno debe aceptar que hay quienes nacen con una cierta aptitud, así como hay quienes nacen con buen oído para la música. Esa aptitud, sin embargo, lejos de ser una expresión binaria, tiene infinitas variantes. Lo cual hace posible que quien tenga una modesta aptitud pueda desarrollarla con mucha práctica. De hecho, muchos escritores admirables han logrado serlo a base de mucho trabajo, como es el caso del estilista Isaac Babel, que, según se cuenta, reescribía sus cuentos docenas de veces antes de su publicación. Por último, la pregunta también puede entender “escribir” como la serie de conocimientos técnicos que quien escribe literatura debe dominar. En este último caso no hay duda alguna de que todos tienen que aprenden a escribir.
La otra complicación para responder esa pregunta es si uno entiende el “escribir” como la capacidad para crear una obra maestra. Esto último, por supuesto, es difícil de lograr, inclusive para quienes han practicado mucho tiempo el oficio. Pero también, hay que considerar que la calidad literaria depende de muchos factores, empezando por la idea misma de la literatura. Existe un rango significativo, no lineal, que abarca la literatura. Desde aquellos textos que se escriben con el exclusivo propósito de entretener, hasta aquellos que exploran los límites de lo que puede con la palabra escrita, pasando por los textos escritos para responder el momento cultural.
De modo que la respuesta a la pregunta “¿se puede enseñar a escribir?” es un categórico: sí, se puede, con el proviso de que la calidad de la escritura dependerá del modicum de aptitud inicial, compuesto, a la manera del interés compuesto, por el tiempo de aprendizaje. Recordando a Pablo Neruda, podríamos arriesgarnos a decir que el aprendizaje necesita una “ardiente paciencia”, un aprendizaje que es más efectivo cuando lo dirige alguien con más experiencia, idealmente en un programa de creación literaria.
Desde el año 2007, cuando publiqué mi segunda novela, empecé a enseñar en la maestría bilingüe en Creación Literaria de la Universidad de Texas en El Paso. Elegí enseñar en ese programa debido a que era el único programa bilingüe en el mundo (todavía lo es), lo cual implicaba que tendríamos en el aula tanto estudiantes que escribían en inglés como estudiantes trabajando en español. Por otro lado, había (todavía es el caso) la intención de aceptar estudiantes de las américas, creando un pequeño universo donde el aprendizaje funciona a dos niveles: por un lado, aprender a escribir; por el otro, aprender sobre las tradiciones literarias que los estudiantes traen de sus respectivos países.
Para entonces, aparecían nuevos programas de creación literaria en América Latina, así como en Europa, lo cual confirmaba la idea de que no solo se puede enseñar a escribir, sino que también hay muchos futuros escritores interesados en aprender. Estas noticias felices también me obligaron a reconsiderar mis objetivos al momento de enseñar, cosa que, gracias a la gran tradición sobre creación literaria en los Estados Unidos, no era nada fácil. Si bien es cierto que no resulta difícil percibir un cierto corpus de los que uno debe incluir en la enseñanza (desde el uso del punto de vista hasta el efecto emotivo de un texto), también había empezado a notar ciertas ausencias.
Quizá la más importante era que, aunque la literatura es una forma de expresión artística que depende mucho de lo que ocurre en el mundo interior de los personajes, había muy poco sobre los aspectos técnicos de dicha representación. Es cierto que los modernistas, desde Virginia Woolf hasta William Faulkner, habían explorado el proceso. También es cierto que muchos escritores latinoamericanos, como Mario Vargas Llosa, habían usado recursos semejantes. No obstante, no había casi nada al respecto en los textos sobre creación literaria disponibles hasta entonces. Los más aventurados hacían alusiones sobre el uso del estilo indirecto libre, pero sin ahondar demasiado en su rol fundamental al momento de representar el mundo interior de los personajes. De modo que empecé un proceso de búsqueda que me obligó a crear un curso nuevo que, en inglés, he llamado Minding Fiction, aprovechando el doble significado del término minding. Como este, he desarrollado otros cursos que añaden, modestamente, a la experiencia de nuestros estudiantes, abordando temas que no se encuentran fácilmente en otros textos.
Quizá una de las experiencias más fructíferas de enseñar creación literaria sea el descubrir esos vacíos, que nos alientan a contribuir, en la medida de nuestras modestas posibilidades, con lo que nos parezca la mejor manera de abordarlos. En estos días, por ejemplo, trabajo en un texto para mis estudiantes en el que trato de aclarar, con suerte, la idea de “estructura” en un texto literario.
En paralelo, después de enseñar creación literaria por unos años, empecé a comprender que “escribir” no solo abarcaba los tres aspectos a los me he referido líneas arriba. Había otro, mucho más importante: la práctica de la escritura. Es difícil competir con las versiones cinematográficas en las que uno ve a una escritora escribir una novela de manera casi automática, sin esfuerzo, para concentrarse más bien en el proceso posescritural: la presentación del libro, las entrevistas, las apariciones públicas, el descubrimiento de un interés romántico, etcétera. La realidad es que quien escribe sabe que todo lo posescritural es solo un breve momento comparado con el tiempo que hace falta para escribir un libro (en algunos casos décadas).
De modo que enseñar a escribir también implica, de manera urgente, comunicar a los estudiantes que se están embarcando en una práctica cuya mayor recompensa es el proceso mismo de escribir. La publicación, así como todas las actividades posescriturales, son un resultado, un efecto secundario. Este aspecto, en mi experiencia, es el más difícil de enseñar, ya que, de manera totalmente comprensible, quien empieza a escribir quiere, de manera entusiasta, publicar cuanto antes, imaginando, además, todo lo que ocurre fuera del espacio de escritura. También era mi caso cuando empecé a escribir. Sin embargo, uno no cumple su labor como instructor si no incluye, en esta, una conversación sobre la idea de que la escritura es su propia recompensa, además de un privilegio.
Una forma de afrontar semejante reto es abordar la idea del “escritor profesional”. Uso el término de manera deliberada en el aula de clases, aclarando dos cosas. La primera es que hay que pensar en el término “profesional” en el sentido de quien practica una actividad de manera habitual, en general con la intención de ganarse la vida. La segunda es que también significa llevar a cabo una actividad con los mayores estándares del oficio. De modo que “escritor profesional” es aquel que escribe de manera habitual tratando de hacerlo con el mayor grado de competencia posible.
En cierta medida, se podría decir que, así como quien escribe puede ya considerarse escritor, al margen de su desarrollo artístico, también quien se asume como escritor profesional es quien ha abrazado la práctica de la escritura como un ejercicio constante tratando de producir el mejor trabajo posible. En eso tenemos mucho en común con los orfebres. La diferencia radica en que nuestra orfebrería está hecha de palabras.
También es importante recordar que la creación literaria es una práctica artística. Como tal, además de los aspectos técnicos que uno puede aprender, de la práctica que uno puede adoptar, está esa “impresión personal del mundo” como llamaba Henry James, que es lo que la literatura está en mejor posición de ofrecer. Se trata de un trabajo de descubrimiento individual, que puede recibir el apoyo de un programa de creación literaria, pero que, como toda postura intelectual, dependerá mucho de la búsqueda personal de cada estudiante.
Llega el momento, sin embargo, inclusive si todo va bien, en que un estudiante sale de un programa de creación literaria para entrar al mundo. Es entonces que quizá como en cualquier otra especialidad, uno tiene que darse por satisfecho de haber señalado el camino, siempre con la mejor intención posible, sabiendo muy bien que los mejores estudiantes abrirán el suyo propio. En algunos casos, ampliarán, con su propia práctica, gracias a su impresión personal del mundo, lo que entendemos por literatura. Cuando eso ocurre hay que celebrar, ya que hace de la literatura una metrópolis más grande, más inclusiva, sin centro ni periferia: una ciudad a la que todos quienes escribimos tenemos el mismo derecho a pertenecer.
Oceanside, California, abril de 2021