Al profeta Gonzalo
donde esté
Y ahora sí vas a ver, Felicidad Mosquera, cuando ellos lleguen armados de yataganes, amenazando que dónde está escondido, que confieses. Te van a preguntar. Te obligarán a traicionarlo porque si no nos dice nos le llevamos a los viejos, como le hicieron a tu comadre Cleta hace dos días, o te pondrán las manos en el fuego, como a Calixto Peñalosa, o te abrirán el vientre, después de haber gozado todos de tu cuerpo. Eso es así, Felicidad. Asina mismo. Más te hubiera valido irte con él, así no sufrirías. No te estuvieras arrastrando mientras lloras y gimes y buscas cualquier cosa que te sirva como arma y tratas de poner los pocos muebles para trancar la puerta, mejor hubiera sido que esa noche, cuando los perros de Sebastián Martínez comenzaron a aullar como si hubieran visto al diablo y tú lo descubriste allí, parado, sin moverse, con las polainas hechas mierda y la camisa blanca tinta en sangre, hubieras dicho cualquier cosa, cualquier pretexto que lo hiciera decir muy buenas noches y regresarse por donde mismo había venido, pero para tus males no fue así. Malhaya tu desgracia. Lo hiciste entrar sin que cruzaran ni palabra, le arrimaste un asiento, él se dejó caer a plomo y entonces le observaste la otra herida en la cabeza, tengo fatiga, fue lo que musitó, y se desbarrancó después como un caballo, sobre el piso. Qué fue lo que te dio, Felicidad Mosquera. Qué mal hado nefasto te encandeló de esa manera, sopló directo al corazón para que se encendiera de esa forma y te volvieras ciega. Porque cieguita estabas. Esos escalofríos que sentiste, cuando al mirar su rostro reconociste que era bello. Que ese bigote negro te gustaba. Ese afán tan nervioso con el que fuiste a hervir el agua y a preparar emplastos de higuerilla, no eran afanes tuyos. Porque tú siempre has sido sangre fría. Corazón muy atento. Vigilante. No te dejas jamás poner la zancadilla en esas cosas. Qué te pasó, decíme. Qué carajo te dio cuando en lugar de despedirlo, cuando él ya se repuso y comenzó a salir de noche a dar paseos, a recogerte leña, a ofrecerse a pilar, a buscar agua, cuando en lugar de decir sí, pues hasta luego, alegaste que no, que no era una molestia, que se quedara algunos días. Qué mierda sucedió. Yo no me lo explico. Felicidad Mosquera, yo no te reconozco. Jamás pensé que se cambiaría así de ligerito, que se pudiera ser de negro a blanco, como lo fuiste tú, así: de un día pa’ otro. Porque en ese temblor que te agarraba cuando él ponía los ojos zarcos en tus ojos, o el balbuciar como una niña cuando él pedía la sal y te rozaba apenas con los dedos al tú ponérsela en la mano, todo en ti se volvió patasarriba, se cambió de corriente, se te cruzaron los cables, pues cómo fue carajo que ni siquiera lo acataras. El poner sal en manos de otro es vaina muy pavosa. Eso trae mal augurio. Mal agüero. Y qué me dices de aquel día, cuando en vez de dejar que él fuera solo a darse algún venteo, te coloreaste toda cuando te hizo la oferta de pasiemos un rato y al cruzar el pontón él te agarró del talle, porque se mueve mucho, fue la disculpa suya, pero muy bien sentiste cómo ese hervor que emanaba de su piel se te fue entrando, quemando, lastimando, pues era un grito de lo que sentías por dentro. Un gemido profundo. Van a venir, Felicidad Mosquera. Van a llegar gritando que ellos saben. Revolviendo la casa a las patadas, como hicieron con la mujer de Próspero Montoya, que la dejaron metida en una alberca, con el vientre rajado y la criatura dentro. No te van a dejar ni dar ni un brinco. Cuando llegan así, ya están dispuestos a acabarte. A no dejar ni el rastro. Van a decir que saben para que así tú piques. Pero si solo Dios y tú son los testigos. Los únicos testigos de aquel encuentro en los pastales, en el playón del río, entre las sábanas de olor, quién más lo va a jurar si sólo tú sentías aquel goce, aquel miembro que entraba en tus entrañas buscando tus lisuras y convirtiéndote en corriente, en luz furtiva, en mar, quién va a saber el ritmo de tus caderas, ardorosas, de tus manos buscándolo, palpando aquellas ingles que atropellaban con dulzura tu entrada hacia la vida. Quién oía sus quejidos. Su búsqueda amorosa. Su orgasmo largo y sostenido mientras que tú te hundías en un silencio de membranas jugosas, en un batir muy rápido de sangre, en ese palpitar precipitado de los músculos, que al fin se distendían produciendo un espasmo en todo el cuerpo, un alarido interno, que afloraba hacia ti, como un torrente. Y quién te va a juzgar, Felicidad Mosquera, si solo Dios y tú pueden jurar que eso fue cierto. Nadie se va a atrever. Pueden buscarte en tus entrañas mismas, partirte en dos con esos yataganes, horadar tus sentidos, penetrarte hasta el alma, que nada encontrarán. Ni una briznita. No pongas esa tranca. Tira ese miedo por la borda. No maldigas ya más que él está lejos y lo único importante es que se salve para seguir la lucha. Tú no dirás ni mu. Ni aunque metan candela a tu ranchito, te introduzcan vergajos, o botellas, te hagan las mismas cosas que a las otras para lograr enloquecerte, fuerza canejo, Felicidad Mosquera, ya no llores ni gimas. Abre tú misma el portalón. Ponte derecha sobre el quicio. Aguanta sus miradas.