La obra del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro perdurará y de él puede decirse que es un clásico sin temor a caer en la exageración ni en la complacencia. Ante todo, con La palabra del mudo, La tentación del fracaso y La caza sutil, dejó una huella en la literatura
Ribeyro es un escritor clásico en buena medida porque trascendió su propio tiempo. Escribió que cualquier seguimiento exhaustivo de la moda conduce inevitablemente al Museo de las Antigüedades, y mostró una independencia perseverante: leyó mucho y conoció bien a los escritores franceses del siglo XIX y, en una noticia que apareció en el diario español El País el 3 de mayo de 1983, dijo que Latinoamérica se había considerado un continente barroco, pero que él pensaba que en ella había lugar para un arte directo “en el que no predominen las formas sobre la función”. Su independencia fue causa de su tardío reconocimiento, pero también de su perdurabilidad.
Sin duda los personajes de Julio Ramón Ribeyro volverán al pensamiento del lector, y no interpelarán ya sólo su inteligencia, su sentimiento o su imaginación, sino que habitarán su espíritu, como sucede con la buena literatura. Acompañarán la soledad del lector los niños protagonistas de “Los gallinazos sin plumas”, a los que su abuelo manda al muladar a buscar comida entre las basuras para cebar al cerdo Pascual, o Matías Palomino, el cobrador que tiene al fin la posibilidad de convertirse en un profesor suplente, que llega unos minutos antes de dar su clase y comienza a dudar y a confundir los conceptos, y fracasa y regresa a su casa, donde su mujer le espera con el delantal amarrado a la cintura y presa de un orgullo que enseguida será apagado, como lo ha sido el del mismo Matías; o el protagonista de “Explicaciones a un cabo de servicio”, llamado Pablo Sardaña, un hombre borracho que en la última línea exclama que él es un hombre, “¡Un hombre!”, y pide que así se le reconozca. O en “Dirección equivocada”, donde el protagonista salva del embargo a una mujer, no por piedad ni justicia sino, simplemente, porque “aquella mujer era un poco bonita”; o el protagonista de “El marqués y los gavilanes”, el exagerado y entrañable aristócrata que no admite la llegada de los nuevos tiempos, ni que los burgueses le roben su mesa en el hotel Bolívar. ¿Acaso no son magníficos personajes?
Pienso en aquello que escribió Ribeyro de que, cuando sus cuentos resultan críticos con la sociedad, es siempre de un modo indirecto. En el cuento “De color modesto”, donde se condena el racismo, al final lo que queda retratado con mayor rotundidad es la incapacidad humana, casi general, de soportar el ridículo social. En “La piel de un indio no cuesta caro” el lector sufre primero por el destino injusto y olvidado de Pancho, pero al terminar se pone el acento en el conformismo final del protagonista Miguel ante una dinámica social hipócrita. Y en “Al pie del acantilado”, donde el protagonista Don Leandro es significativamente obligado a desplazar su casa fuera de la ciudad, hasta el borde del acantilado, y después hasta la playa, se retrata la exclusión que produjo en aquel momento histórico el crecimiento rápido de las capitales, pero donde el desarrollo del cuento se asienta, y lo que el final propone como lectura central, es otra cosa: el símbolo de la higuerilla, una planta con la que se identifica al protagonista, y que es una pequeña planta muy recia capaz de crecer entre las rocas. En realidad es una historia universal sobre la resistencia. La atención y reacción de Ribeyro a la injusticia se muestra de esta manera indirecta, pues es en su precisión al retratar la interioridad donde se asienta la universalidad de este escritor, al margen del asunto tratado y de la crítica a la sociedad; muy poco dogmático, y poco pragmático, Ribeyro no entendió la literatura como medio para trasladar un mensaje. Así exclama Luder, en los Dichos de Luder: “—El peor de los lectores (…) es el intelectual zapatón que espera marxistamente sentado en el poyo de los libros la aparición de un mensaje”.
La literatura de Julio Ramón Ribeyro, que en sus palabras quiso ser la “voz de los sin voz”, es principalmente realista, a pesar de sus buenos cuentos fantásticos, e incluso en ellos. Es un tipo de realismo reflexivo, no porque busque provocar una reflexión en el lector, ni porque pretenda algo más que el relato sencillo de una historia concreta, sino porque la reflexión se encuentra en la intimidad del cuento de Ribeyro y forma parte trascendental de él. Los personajes discretos del mundo, esos sin relevancia social o caídos en desgracia que pueblan sus relatos, son seres que reflexionan, a veces de muy precaria manera, a veces no verbalmente, pero piensan y sienten y eso tiene importancia en los cuentos del escritor peruano, que quiso comprender, y así escribió de sí mismo algo que quizá es también un camino para interpretarle: “Era de una bondad particular, no la bondad de las limosnas ni de las cartas lacrimosas a la madre, sino de un interés acusado por el prójimo y un deseo de comprenderlo, que consideraba como la forma más humana de ayudarlo”.
La reflexión tiene una solidez particular en los cuentos ribeyrianos. Ribeyro escribió en su diario algunas impresiones sobre su primer libro de cuentos, titulado Los gallinazos sin plumas, y una de ellas dice que busca la precisión psicológica y que los hechos le interesan poco en sí, que lo que le interesa más es la presión de los hechos sobre las personas.
De este interés hay muchos ejemplos: el cuento “Los eucaliptos”, muy querido para mí, donde el protagonista (que simboliza a toda una generación), ve cómo cortan los árboles de su calle y cambia el paisaje que amó en su infancia: “La ciudad progresó. Pero nuestra calle perdió su sombra, su paz, su poesía”. Lejos de la acción, el protagonista queda en la puerta de su casa, fumando, y “pensativo”.
El mismo Julio Ramón Ribeyro no fue sólo un narrador, sino un hombre de pensamiento. Por ejemplo, escribió su diario La tentación del fracaso, pero a esa escritura le acompañaron muchas horas de lectura de diarios, de reflexión exacta sobre el propio género. En el artículo “Dos diaristas peruanos” detecta un vacío en este asunto. Es uno de los ensayos críticos reunidos en La caza sutil, un libro que fue publicado en 1976 por Carlos Milla Batres y no volvió a editarse hasta el año 2012 por parte de la Universidad Diego Portales, en Chile, con algunos ensayos añadidos. Su última edición, la definitiva, data del 2016, en Revuelta Editores, en Lima, con prólogo de Jorge Coaguila. Pasaron treinta y seis sorprendentes años entre la primera publicación y la segunda. En mi opinión, es un libro que cobrará una mayor importancia con el tiempo. En sus páginas se despliega una agudeza crítica inusual, una soltura extraordinaria para la observación y la síntesis de contextos complejos.
A Ribeyro le interesó la teoría literaria y la desarrolló con precisión y amenidad mientras escribía esa crítica “impresionista” y “subjetiva” que fue de su gusto. En un artículo escrito en 1992, “Amor sobre ruedas”, analiza tres novelas francesas del siglo XIX en las que hay un episodio donde el acto sexual sucede en un coche: “Merimée calla; Flaubert sugiere; ¿qué hace Maupassant? Ni calla ni sugiere: describe”. Estudia con rigor los distintos modos de narrar la escena, pero también aparece el humor. El humor es una constante que retrata la obra de Ribeyro de modo sorprendentemente transversal, presente de manera genial en su ficción y también en sus Prosas apátridas, y en muchos de estos ensayos críticos profundos. En muchas páginas de Ribeyro se encuentran la ironía y el humor.
Julio Ramón Ribeyro fue un hombre de pensamiento, pero sin gravedad. La idea anterior sería muy imprecisa sin añadirle el humor. La obra de Julio Ramón Ribeyro habría sido mucho más sobria y descarnada sin el humor. El humor le aligera, hace más soportable el fracaso de sus personajes, y también mueve a la ternura. Como en el inicio magistral del cuento “Una aventura nocturna”, que tiene un deje de humor en su sintaxis y en sus términos, a pesar de presentar la cruda situación del protagonista:
A los cuarenta años, Arístides podía considerarse con toda razón como un hombre “excluido del festín de la vida”. No tenía esposa ni querida, trabajaba en los sótanos del municipio anotando partidas del Registro Civil y vivía en un departamento minúsculo de la avenida Larco, lleno de ropa sucia, de muebles averiados y de fotografías de artistas prendidas a la pared con alfileres. Sus viejos amigos, ahora casados y prósperos, pasaban de largo en sus automóviles cuando él hacia la cola del ómnibus y si por casualidad se encontraban con él en algún lugar público, se limitaban a darle un rápido apretón de manos en el que se deslizaba cierta dosis de repugnancia. Porque Arístides no era solamente la imagen moral del fracaso sino el símbolo físico del abandono: andaba mal trajeado, se afeitaba sin cuidado y olía a comida barata, a fonda de mala muerte.
Mi admiración por Julio Ramón Ribeyro se volvió a estimular con la lectura de sus Cartas a Luchting, compiladas y prologadas por Juan José Barrientos y recientemente editado por la Universidad Veracruzana en México. Como se trata de las cartas a su agente alemán, algunas son más tediosas porque son las cuentas y gestiones de la vida práctica, pero muchas están llenas de interés, se accede a los entresijos de una vida dedicada a la literatura, a los razonamientos expresados con naturalidad embrionaria, que luego se verán volcados de una u otra manera en la obra. Hay también sentido del humor y una objetividad para consigo mismo; en un ejercicio de sencillez y rigor poco frecuentes en el mundo contemporáneo, no teme detectar sus propios defectos ni las limitaciones de su obra. Esa mirada clara hace de él un gran escritor. En esas cartas escribe: “Mi nueva novela sigue creciendo y está prácticamente por terminarse. No sé aún si es un panfleto, una novela policial, un maremágnum de escenas estúpidas, un patíbulo donde el único colgado voy a ser yo”.
Hay en Ribeyro reflexión aguda, que impregna toda su obra, hay humor, y es un escritor sintético como sólo lo son los pocos escritores que se convierten en clásicos, que son quienes han sido capaces, con los más variados estilos, de decir la hondura con pocas palabras, de escribir lo que sin genio sólo se puede advertir de manera imprecisa.
Ribeyro es un clásico, y tiene la capacidad para ser un clásico popular, leído por muchos, y también por los jóvenes, como sucede en el Perú. En España, de donde provengo, tiene una atención creciente, y ahora Seix Barral reedita su obra, pero todavía no es una referencia popular. Y en México, donde resido, salvo la Universidad Veracruzana, que rescata su figura con La insignia y otros relatos geniales, y las Cartas a Luchting, el resto de sus libros son difíciles de encontrar, o muy caros.
Ante los libros de Julio Ramón Ribeyro el lector siente un profundo reconocimiento, un asentimiento. Se siente acompañado al ver retratado el anhelo humano, la frustración humana, la limitación, el amor, el orgullo, la contradicción, la debilidad, la injusticia… la particular lucha interior y la que se sostiene con el mundo. Pero si, con ocasión de este aniversario que celebramos, me preguntaran por qué leer a Julio Ramón Ribeyro, contestaría, simplemente, que por placer.