She is a creature of great imagination. I might say this is her sole remaining quality. She is a despoiled, molted castaway but by this power she still breaks life between her fingers.
William Carlos Williams, Kora in Hell: Improvisations
Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir. La luz lunar rebota de un lado a otro. El ático se inunda de resplandores.
Aquel ay estremecedor volvía a levantarlas paredes de la casa vieja. En aquel otro tiempo el padre salía al pasillo y escupía una orden seca a los demonios. Gritaban por las bocas de un animal de tres cabezas. La abuela olía a sustancias anteriores al cine y a los automóviles, incrustadas en el pelo decadente. El tío Godwin parecía un monstruo mordiendo sus cadenas. Raquel, la madre escapada de la cama del marido sumaba aullidos al coro de voces parásitas en créole y en español.
En una noche de aquel otro tiempo, el padre impartió el latigazo de su autoridad y las voces regresaron al interior de los cuerpos. William Carlos ha practicado el arte del látigo solo entre poetas. En su oficio cotidiano es un virtuoso de la nalgadita seca que provoca el llanto y enciende pulmones. Ha sobado los culitos de miles de recién nacidos agarrados por los tobillos, pero de su voz no sale el grito autoritario del padre.
Cuando escribe es un sol. Es posible seguir escribiendo en el mundo de los animales, al completar las rondas diarias llevando en el maletín el estetoscopio, las pinzas y las gasas. Ha tatuado tantas páginas que con ellas podría empapelar la fachada de la casa, los troncos de los árboles, las aceras. Si las alineara una tras otra en una vereda hacia los humedales del río Passaic y de ellas se desprendiera una balsa de letras para sortear mares, llegaría a un país que es otro planeta, ese que solo se deja empapelar en la oreja de un poeta loco.
Años atrás ocupó el espacio del ático para pulir sus letras en el silencio de la noche. Y ahora, ante sus ojos, el empapelado de rayas cruzadas se ha convertido en alambre de púas.
Desfallece. El abismo de la locura de la madre no da señales de cerrarse. Lo persigue al lugar más alejado de la casa.
Con lentitud, reacomoda las varillas de la Underwood. Saca el forro de una gaveta del escritorio y cubre la máquina. Se levanta sin enderezar la espalda, apoyando las manos en los bordes de la banqueta. Baja la escalera estrecha, entre la pared del lado del sol naciente y la del cuarto de Raquel, con un paso medido que se opone al desgreño de los gritos, cuidándose de no añadir ruido. Ya en el rellano del segundo piso, donde están los dormitorios, lo espera Florence cruzada de brazos, en bata y chinelas: el traje de gala. No quiere mirarla ni entrar en conversaciones sensatas con esa pizca de rabia que se muerde el rabo. No quiere mirarla y recordar que ya es el día señalado para entregar a su madre. Va al encuentro de la otra mujer de la casa.
Se mete de perfil en el dormitorio. Cuando sus rodillas tocan el borde de la cama de pilares, la vieja se alza: el torso enarcado, los brazos al aire, la carita sudorosa, el pelo blanco erizado. Despertará atontada, boqueando en el pantano donde se hunde y al cual, alargando la mano hasta el cuello del hijo, pretende llevárselo. Él vuelve a recordar el grito autoritario del padre, el hombre que, si no supo quererla con la vehemencia que tanta fuerza reclamaba, sí tenía una forma resistente de cuidarla y un protocolo de comportamientos domésticos. Ante el cuerpo de la madre, un conocimiento silvestre lo empuja hacia el método que el viejo les disputaba a las curas parlantes del Dr. Freud.
¿Quién habla? ¿Quién eres?
Quejidos, contorsiones. Se le acerca sabiendo que una vez escuche la voz del hijo no correrá peligro de muerte. No confía en el hijo, pero respeta al médico que hay en él. Moja en Agua de Florida el pañuelo que un mecánico de automóviles guardaría en el bolsillo trasero del pantalón y se lo pasa a la vieja por las sienes. Ella manotea su rechazo, él aprieta el pañuelo, dejando caer una gotita del perfume en los ojos desorbitados con una delicadeza cruel que lo compensa un poco de estar perdido en los caminos del infierno.
La vieja grita su espanto de ojos lastimados. Él le refresca las sienes con el pañuelo. Acerca una oreja. Cree escuchar la palabra casa. A veces piensa que ya no es posible recibir una imagen viva de aquel cuerpo.
Escuchar y apuntar son hábitos. Suele llevar papeles en los bolsillos. Echar a la basura un papelito equivale a despreciar a los humildes. Por más que los hubieran destinado a la esclavitud de los recibos, al dorso estaban en blanco. Un dorso en blanco puede salvarle la vida a un poema. Le parece demasiado solemne el cuaderno de apuntes, casi tan almidonado como T. S. Eliot, el poeta que ha detestado con lealtad.
Desde las cartas que se habían cruzado antes de la muerte del padre, cuando él era un estudiante de medicina y ella una mujer todavía deseosa, él se dedicaba a consolarla con descripciones apresuradas del día y declaraciones de que estaba dispuesto a ser, más que hijo, hermano y amante. Ella se dejaba adorar; el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería. Pero se volvió más huraña al regreso de aquel verano en la costa. Su mano temblorosa se agotaba en escribir notitas pidiendo dinero con que pagar los impuestos y al carpintero. Pies hinchados, sordera. Rota la corriente de palabras, el hijo y su madre se enfrentan, chocan, sufren.
Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras. Su aprendizaje fue en aquella casa de voces dolientes. Pero las madres no necesitan que los hijos hablen. A las madres no les interesa escucharlos. La madre sabe que los hijos no son del padre, sino suyos. Si son varones alargan el dominio de ella, porque el padre ausente no tiene más potestad sobre sus hijos que la otorgada por la madre. Él reconoce a veces, en sus propios desamparos, que siempre fue el hijo de las mujeres de la familia. A la madre ni siquiera le interesaba que el hijo conservara sus palabras. Quería arrebatárselo a las artimañas de la otra seductora de la familia. La abuela. La madre sabe lo que se trae entre manos el hijo. Una trampa. Quiere escribirla, no porque la quiera, sino para poder quererla. El hijo solo quiere lo que le sale de los dedos a las teclas. El destilado de su insufrible vanidad de optimista.
Él se sienta en el borde de la cama, acaricia el pelo de la mujer. Ella solloza, habla con los ojos cerrados. Podría maldecirlo. Otras madres maldicen a los hijos crueles, pero Raquel no es capaz de olvidar el empaque de su dama interior. En un escenario teatral no sabría interpretar la fragilidad de una desvalida común. Es una reina expulsada de su reino y sabe pesar cada palabra con una intensidad que la poesía del hijo envidia. Recoges mis palabras, ni que fueran muestras de excreta, le dice la vieja, que ha liberado en su locura senil un sentido grotesco de la vida. Y lo mira con los ojos bien abiertos, sin parpadear, con la esclerótica dominando el centro del terror. Cuando él se le acerca a tomarle el pulso, ella se levanta sin esfuerzo y le planta en el oído un beso ruidoso. Frío.
Entonces la inyecta. Despertará tarde, cuando él suba con el desayuno y las medicinas. Él desayunará con Floss. Floss entenderá que el tema de la madre no forma parte del cereal y las ciruelas frías, de las citas, de los pacientes, de la limpieza de la casa, de la decisión inaplazable. Porque ese mismo día entregará a su madre cuando los del asilo vengan a buscarla.
Regresa al ático. Piensa que escribirá “gracias a Dios por la poesía viva. Es el único motivo de satisfacción”. Pero en la calma loca no es posible escribir. El aire no circula. Reorganizado para abrir un espacio sin perder la función de depósito de sobrantes familiares, el ático sigue repleto de baúles, cajas de cartón, muebles desencolados, álbumes de fotos, marcos. Se siente niño en el refugio del ático. Le avergüenza, en momentos de debilidad, la ambientación pueril. La idea de morirse de repente, sin antes recoger sus juguetes. Ha decorado las paredes con cartulinas: avisos de exposiciones, tarjetas postales con vistas de París o del campo inglés, enviadas por el poeta loco – ¡cabrón, aquí es donde tendrías que estar! –. El poeta loco nunca tuvo problemas de identidad. Era hijo de una aristócrata y nieto de un aventurero. Ezra Pound. En el nombre llevaba la raza. En cambio, ¿qué raza lleva el nombre de William Carlos?
El ático es el lugar de la locura femenina, pero para William Carlos, que es mujer solo en parte, es la habitación propia que rescató y mantiene. Mientras él escribe, sus hijos combaten. Abre la ventana que da al jardín, se consuela saludando las ramas altas del arce, respira el aire frío. Se toma el pulso. Ya es tarde para alargar la parte negra del día en los comienzos del siguiente. Se acuesta en el piso, mirando el árbol. Era joven cuando compraron la casa y se ve menos gastado que él, porque no se enfrenta con la misma urgencia al placer y al espanto.
Desde aquellas noches fue la poesía. Nació vestida de terrores. Le ha costado, cuando escribe, deshacerse de esa carga. También ha pagado el precio de la compasión que le inspira la música de las palabras débiles, esos gatitos enfermos que exigen la vida que no merecen. Anota palabras, no podría dar un paso sin llevarlas a la tinta. Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es, como si el cuerpo más agraciado del mundo no se resignara a la belleza y prefiriera vestir andrajos. Anota las voces de cuanto le rodea: de las casas de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias; de las flores cuyo suelo nutricio ha visto desaparecer ahogado por desperdicios que tiñen el río de colores venenosos, a lo largo de una vida que ha tenido el pie del nacimiento por allá lejos, cuando no existían ni la luz eléctrica en cada hogar ni el automóvil que ahora lo transporta casi a la velocidad con que lo invaden las palabras. Pero hay voces invencibles y también ha sabido dejarlas en paz.
No quisiera saberlo, pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético.