Mi mujer y yo solíamos arrendar una casa en la playa. Nos gustaba salir de Santiago de vez en cuando y ver pasar la tarde frente a la terraza. Mi mujer se llama Antonieta y trabaja como periodista cultural en varios diarios. Nos habíamos casado hacía dos años, luego de divorciarme de la madre de Camila, mi única hija. Antonieta era joven y alta, y casi siempre tenía buen carácter. Yo acababa de cumplir veintinueve años, estaba sin trabajo desde hacía algún tiempo y no tenía intención de hacer nada al respecto. Camila había muerto y mi vida parecía una sombra de lo que había sido antes de ese terrible hecho. Camila nació enferma y su madre y yo siempre supimos que el día de su muerte llegaría pronto. Los médicos le habían augurado incluso menos vida. Un cirujano llegó a decirme que era un milagro que hubiese vivido ocho años.
A Antonieta parecía no molestarle que yo no hiciera nada. Ella ganaba suficiente dinero como para llevar la casa. La veía salir por las mañanas y llegar en la noche. Me la pasaba todo el día viendo televisión, chateando con desconocidas por Internet, masturbándome y fumando. Le decía a mi mujer que estaba escribiendo una novela y que necesitaba tiempo. No sé en qué momento se me ocurrió semejante mentira. Tampoco sé si alguna vez me creyó. Como sea, un buen día le dije que quería ser escritor y le aseguré que tenía una novela en mente. Una novela muy larga, decía con confianza. Una novela-río con muchas historias y muchos personajes. Y Antonieta me apoyó. Ella conocía a algunos escritores por su trabajo, y me dijo que cuando tuviese el manuscrito terminado podría interceder para que lo leyeran y lo criticara alguien que supiese más que yo. Pero la mentira no solo tenía que ver con mi mujer. Cuando viajamos a la playa, en esa ocasión, tenía embaucados a todos mis amigos y ex compañeros de trabajo: no había nadie que dudara de que mi novela estaba avanzando. Incluso me detenía en pasajes, en escenas que se me iban ocurriendo mientras las iba contando en fiestas o reuniones sociales. Y cada vez que hablaba, la novela inventada tomaba un matiz distinto y surgían nuevas historias que se retroalimentaban con la conversación y las anécdotas que surgían. No sentía culpa por mentir. Y no tenía miedo de ser sorprendido.
Cuando llegamos a la playa mi mujer abrió las ventanas de la casa y limpió el living. Era una pequeña casa ubicada encima de una loma. Llevábamos más de cinco años arrendándola cada verano. Era una construcción de madera y de un solo piso. Tenía una terraza que sobresalía a varios pies de tierra y que miraba de frente al litoral. Vi, aquella mañana, a Antonieta ir y venir, de un cuarto a otro, limpiando y moviendo muebles. Llevaba un buzo azul y el pelo castaño tomado en un moño. La vi alegre y joven, y tuve la sensación de ser un hombre afortunado.
Decidí salir a caminar por la orilla del mar, a uno o dos kilómetros de la casa. Aún era muy temprano, casi de madrugada, y los domingos nos gustaba tomar desayuno como a las nueve. Todavía hace frío, dijo Antonieta mientras me entregaba mi polerón.
La playa estaba vacía y el cielo se veía plomo. Llevaba jeans y zapatillas blancas. Caminé mirando las huellas que iba dejando en la arena. Encendí varios cigarrillos a medida que me alejaba de la casa. Cuando me cansé, me senté a mirar el mar. La arena estaba fría y café, y el sol no terminaba de ascender. No había ningún tipo de embarcación y las luces de las casas orilladas frente a la playa estaban apagadas. Vi el mar, calmo y muy azul, y pensé, inevitablemente, en Camila y en que nunca la había llevado a la playa. Quizá su madre sí, ella había rehecho su vida junto a otro hombre y lo más probable es que salieran de la ciudad alguna vez. Pero yo no la había traído, y esa posibilidad, la de haber salido a la playa junto a mi hija, era una alternativa que ya estaba cerrada. Pensar en eso me dolió. Siempre supe que moriría y que debía estar preparado para ese día. Podría decirse, incluso, que me preparé durante ocho años para verla morir, prácticamente desde que ingresé a la universidad. Y sin embargo no había día en que no me doliese pensar en ella.
Cuando me disponía a volver a la casa para desayunar, vi al doctor Hernández caminando junto a la orilla. En realidad, lo primero que vi fue una mancha roja a lo lejos, tambaleante, junto a la orilla del mar, una mancha que avanzaba hacia mí. Luego la mancha fue tomando forma y terminó por acaparar todo mi campo visual, a pocos metros. Se trataba de Hernández, el cirujano ebrio que intentó matarse quemando su casa. Era una historia conocida en el pueblo que rodea la playa: un profesional exitoso que de pronto queda viudo, decide matarse y no halla nada mejor que incendiar su casa. Pero fue rescatado a tiempo. El pueblo no era muy grande y el humo alertó a los bomberos.
—Hola —dijo mientras se acercaba—, tiempo que no te veía por estos lados.
Iba vestido con un buzo rojo, muy parecido al que usaba mi mujer, y una polera blanca. Tenía una cadena de oro delgadita y se veía muy bronceado. Estaba gordo y me pareció más viejo que la última vez que lo vi. La frente amplia comenzaba a ganarle terreno al pelo y los ojos denotaban cierto cansancio. Olía, como siempre, a alcohol. Ese olor frutoso y cálido que expiden ciertas personas. En el pueblo todos nos ubicábamos, y él sabía muy bien quién era yo. Lo saludé con cierto recelo, decidido a no trabar mucha conversación con él. Hernández y su seguridad apabullante nunca me habían caído bien.
—¿Cómo está tu mujer? —Bien —respondí—, todo bien. —Supe que ahora eres novelista —dijo, y apoyó una mano pequeñísima, pero muy pesada, en mi hombro. —Hago lo que puedo.
—Cuéntame de qué va tu novela —dijo, y torció la boca, ligeramente, como si fuese a estornudar: un extraño tic que lo acompañaba desde hacía algún tiempo. Se sentó a mi lado y estiró las piernas—. ¿O eres como esos escritores que nunca cuentan nada?
—Estoy corrigiendo el principio —dije.
—Ah, ya veo.
En mi adolescencia había tenido la costumbre de leer muchas novelas, sobre todo rusas, y durante muchos años pensé, efectivamente, en dedicarme a escribir. Quizá por eso me resultaba tan natural mentir y no tenía problemas en hablar como si fuese un escritor. Él dijo:
—¿Sabes?, yo también estoy dedicándome a la literatura. —Qué bien —dije, y traté de parecer entusiasmado. Cada vez que veía a Hernández en el supermercado o en el club, siempre a lo lejos, me parecía increíble que un hombre con su vitalidad hubiese sido capaz de querer matarse quemando su casa.
—Sí —continuó—, estoy haciendo una novela. Un novelón más bien. Trata sobre la decadencia de los principios que sostienen la civilización occidental.
Sus ojos chispeantes, nerviosos, esos ojitos siempre alerta esperaban que yo dijera algo, pero no quise darle en el gusto.
—Incluso asisto a un taller —dijo, y aspiró el aire muy fuerte, inflando esa enorme barriga que atajaba la polera—. ¿Qué escritores te gustan?
—Mmm, varios… Sobre todo norteamericanos. Me gustan mucho Thomas Pynchon y Don DeLillo, por ejemplo. ¿Los conoces?
—Sí, claro.
Yo jamás había leído a Pynchon y a DeLillo, pero sabía que existían, había leído algo sobre ellos en alguna parte y no me parecía mala idea citarlos porque tenía la sensación de que eran muy buenos.
—¿Y tú? —dije. —¿Yo qué? —Qué lees tú. —Ah, de todo —suspiró—. Me gusta leer de todo. No discrimino. Creo que cada cual tiene algo que decir. Siempre he pensado eso. Puedo leer algo de autoayuda un día y luego pasarme a una novelita romántica o media eroticona —una sonrisa que intentó ser cómplice se dibujó en la cara del doctor Hernández—. Me gustan todas las novelas. Y también leo ensayos modernos, como los que se hacen ahora. Yo creo que se puede escribir sobre cualquier cosa.
Pensé que Hernández no sabía nada de literatura. Lo vi torcer la boca y sacar su petaca. Permiso, dijo, y bebió un poco.
—Pero aún no me has dicho cuál es el tema de tu novela.
Me pregunté si Hernández alguna vez conoció a mi hija. Quizá él podría haberme dicho si mi ex mujer visitó esta playa, o el pueblo que rodea la playa. Yo sabía que ella tenía parentela en el litoral. Pensé incluso en preguntarle directamente si había visto a Camila en la playa, pero me arrepentí.
—Es sobre hombres —dije después de un rato, improvisando—, mi novela. Hombres que caminan solos, junto al mar.
Hernández se sacudió la arena del buzo. —¿Quieres? —estiró la petaca. —No —dije—, ya no bebo—. Por aquí cerca hay un lugar donde venden empanadas de mariscos. Se llama Los Siete Pitufos. Imaginé a Hernández rociando su casa con bencina. De todas las formas posibles que uno puede escoger para matarse, esa me pareció la peor. —Son muy ricas —dijo Hernández, nervioso—. Las hacen con mucho queso. Hay de todo. Hasta de locos. ¿Conoces el lugar? —No, nunca he ido.
—Son muy buenas —dijo, y bebió de su petaca un buen trago. —Me imagino. —¿Te dio hambre? —Sí, la verdad es que sí.
—Vamos, yo te invito. —Mi mujer me espera en casa —le dije. Hernández miró sus zapatillas blancas con una tristeza que me pareció terrible.
Torció la boca. Dijo: —Podemos ir por unas empanadas y luego te vas donde tu mujer. —Es que me está esperando, no puedo llegar tarde. Vamos a ir al mercado. —El mercado —repitió Hernández, para sí mismo. Me levanté. Me sacudí la arena de los jeans.
Una pareja de jóvenes pasó trotando, muy cerca de nosotros. Se veían felices y confiados. Hernández y yo los miramos trotar, como si fuesen dos apariciones fantasmales en medio de la soledad de la playa. Hernández se levantó también.
—Espero que volvamos a vernos —dijo entusiasmado. Había recobrado esa alegría falsa que parecía acompañarlo siempre.
—Yo también espero que nos veamos —dije por decir algo.
—¿Sabes…? Yo no soy escritor, nunca en mi vida he escrito una sola línea —dijo, como si mentir fuese algo muy natural.
Lo miré con detención y por un instante tuve la sensación de que se largaría a llorar. Pero en vez de eso volvió a sonreír y a beber de su petaca.
—Debo irme, doctor Hernández. —Sí, sí, no te detengo más. Nos dimos la mano y comenzamos a caminar en direcciones opuestas.
Cuando llegué a casa, Antonieta me esperaba con el desayuno servido. Había huevos y queque de zanahoria. Le conté todo lo que me había dicho Hernández, le hablé de su novela y le dije que no era tan antipático. Omití decirle que había mentido sobre su afición literaria.
—¿Vamos al mercado hoy? —me preguntó mientras servía leche. —Sí, hay que comprar pescado y verduras. Antonieta batió su café y le dio una mordida a su pan con quesillo. —A Camila le hubiese gustado venir a la playa —dije—. Nunca se me ocurrió traerla. Siempre pensé que le haría mal moverse tanto. Pero de verdad creo que hubiese sido una buena idea.
—Creo lo mismo.
—¿Te imaginas? La niña corriendo por ahí, por el cerro… O frente al mar, mojándose los pies.
—Sí, deberíamos haberla traído.
—Hubiese sido una buena idea —dije, y pensé en la casa incendiada de Hernández, y me arrepentí por no haberlo acompañado a comprar empanadas—. Hubiese sido una buena idea.