Lima: Laboratorio Editorial, 2024. 276 páginas.
Neutrino, cuaderno de navegación (Laboratorio Editorial. Lima, 2024), es un libro de no ficción de una fuerza indomable y de una honestidad contundente. Nos presenta un fragmento de la vida del escritor Gunter Silva en Londres, por la época de la pandemia, enfrentando una enfermedad que poco a poco lo consume desde adentro. La primera frase es una declaración directa: “Tengo 43 años, eso es bastante tiempo pero también poco tiempo. Me llamo Gunter Silva y tomo 12 pastillas al día para poder vivir”. Lo que resuena de inmediato es la fragilidad humana: la vida como una forma que se extiende sin pliegues hasta que, de repente, comienza a deshilacharse. El resto del diario, escrito en fragmentos breves, ahonda en las implicaciones de la enfermedad genética del autor y de la necesidad de un transplante de órgano. A pesar del dolor y la alienación, el autor logra aferrarse a lo que lo mantiene en pie: sus amigos, su pareja, los pequeños actos sobre los que se construye su día a día. La prosa es tan cristalina como un lago de montaña; cada frase es un llamado al mundo, un intento de sostenerse. Cada fragmento es una astilla de espejo que, al unirse, reconstruyen con crudeza y belleza la imagen de un hombre que se enfrenta a su propia vulnerabilidad. Desde la primera página nos preguntamos: ¿será capaz de aferrarse a la vida?
El sentimiento de extrañeza de Silva se acentúa por su condición de extranjero, a miles de kilómetros de su país natal. Desde la gigantesca urbe, añora los frutos de su tierra y los colores de su origen, pero nunca deja de buscar belleza en las grietas del día a día. Hay una escena deslumbrante en la que ve a un niño negro recorrer Londres en bicicleta mientras escucha a Johann Sebastian Bach; este instante de vida lo electrifica y le devuelve un brillo renovado. La vida, pareciera decirnos, reside en estos pequeños momentos de pasión, pero también en la serenidad, en la observación a distancia. La presencia de sus vecinos, aunque a menudo solo los observa de lejos, le proporciona un marco, como si sus rutinas pudieran filtrarse en él y darle un motivo para seguir adelante. Comenta en esta suerte de diario: “El sentido de la vida reside en la profundidad de los lazos que logramos forjar con quienes nos rodean”.
“Al explorar su propia fragilidad, Silva ha logrado que la literatura emerja con una fortaleza renovada, iluminando no solo su lucha, sino la de todos aquellos que enfrentan su propia batalla contra el tiempo.”
Desde la cama de hospital, el narrador se siente como un astronauta flotando en gravedad cero. Ambos pierden peso, músculo, movilidad; ambos están suspendidos en una inmensidad que los aísla. “No soy un enfermo, soy un astronauta que navega en la inmensidad de la almohada”, anota. Su cuerpo, delgado y frágil, es una nave reducida al mínimo, diseñada para resistir el silencio, la soledad y la falta de control. Las sábanas son su traje espacial, los tubos y cables, su sistema de soporte vital. La ventana es un ojo enorme de buey por donde observa un universo ajeno, inalcanzable. No camina, flota. No duerme, entra en un letargo profundo, como un viajero intergaláctico suspendido en la completa oscuridad. Afuera, el mundo sigue girando, lejano, irreal, como la Tierra vista desde una estación espacial. Piensa en los astronautas de verdad, en cómo su aislamiento es elegido, en cómo el suyo es impuesto.
El autor no rehúye los momentos de sufrimiento, en los que las descripciones minuciosas de los instrumentos de diálisis y la succión de líquidos nos sumergen en la crudeza de la enfermedad. Pero también hay espacio para la ligereza, las bromas, la belleza de las pequeñas cosas. Cuando le piden hablar por videoconferencia en una universidad, Silva se ve a sí mismo demasiado delgado en la cámara, pero lo que más le molesta, confiesa, es un pliegue en su camisa. Así nos atrapa la cotidianidad; y, sin embargo, en la página siguiente estamos de lleno en cuestiones metafísicas, suspendidos al borde del abismo, en la presencia de la eternidad dentro de cada uno de nosotros. Seguimos cualquier camino o digresión que Silva nos propone, porque todas esas entradas forman el retrato coherente de un hombre en lucha, o, más sencillamente, de la naturaleza de ser.
Desde las primeras páginas, Silva entreteje metáforas de dualidad: entre el yo y su doble, entre el país extranjero y la tierra natal. Esta dualidad refleja la alienación de quien sufre una enfermedad: alguien suspendido entre la vida y la muerte, entre la vigilia y el olvido, habitando un territorio incierto donde todo parece lejano. Este estado precario funciona como un lente de distancia, potenciando la capacidad de Silva para reflexionar sobre su entorno. Lo que perdura es la lucidez con la que expresa verdades profundas sobre la vida, su generosidad al compartir su experiencia. Recurre a citas y referencias de todo tipo, desde historias contadas por su abuela hasta una anécdota de García Márquez al llegar a Londres. La literatura, sugiere, es parte de la vida, un conocimiento que se expande como una telaraña a través de la experiencia, y en ese constante tecleo de palabras, nos ofrece su corazón al desnudo, para mostrarnos lo que va aprendido del flagelo que le ha impuesto la vida.
Escribir sobre la enfermedad, tanto física como psicológica, es un desafío complejo. Silva lo ha hecho de manera estupenda, no solo retratando con una mirada implacable la naturaleza de su padecimiento y su impacto en sus seres queridos, sino extrayendo de ello algo universal. Ha navegado ese territorio incierto entre dos mundos y ha regresado con algo capaz de alumbrarnos a todos. Al explorar su propia fragilidad, Silva ha logrado que la literatura emerja con una fortaleza renovada, iluminando no solo su lucha, sino la de todos aquellos que enfrentan su propia batalla contra el tiempo.