Chile: Ediciones Altazor, 2025. 128 páginas.
Recuerdo una cita de Céline: “La mejor cosa que uno puede hacer cuando se está en este mundo, es salir de él”. Para una posible réplica habría que retroceder un tiempo hasta Goethe: “Uno no se sustrae al mundo más fácilmente que por el arte y no se vincula al mundo más fácilmente que por el arte”. Es una frase que le encantaba a Thomas Mann, pues en ella veía la conjugación entre la sociabilidad y la soledad, y en la que reconocía el vislumbre también moral (casi divino), que es el hacer del arte una labor ética que responda debidamente a los dones prodigados. Se deduce que el esfuerzo de lealtad a ese “bien supremo” que el artista contrae termina traduciéndose en su vida humana en un “ejercicio de severidad”. La relación que mantiene con la realidad es por lo menos conflictiva, y cuando decimos realidad hablamos también de la del oficio: del escritor, del crítico, del cenáculo que administra —o cree administrar— la sociedad del arte. Severidad que expresada con la contundencia de la frase aforística puede llegar a parecer acreedora de cierta pretendida virtud, que en desproporción decantaría en la vanidad de un pontificador. Entonces no se sustraería del mundo sino que se pondría por encima de él, y sin posibilidad de vincularse nuevamente, lo que es una definición soslayada del esteta. Por el contrario, salir del mundo implica orgullo y búsqueda de perfeccionamiento, defensa de su propio sentido de dignidad, que en apariencia toma la forma de un disidente; el sentido por el bien del arte se encarga de quitarle lo frívolo y lo devuelve con esta extraña singularidad: el juego de un enorme escrúpulo hacia las afueras y la disciplina de su propia creación.
Así leo los Cuadernos, fragmentos y notas del poeta y crítico chileno Ismael Gavilán, publicado recientemente por Ediciones Altazor (2025). Tuvimos noticias de este libro hace un par de años (breves adelantos en 49 escalones, Papel Literario y su página personal) y siendo motivo de muchas conversaciones comenzamos a valorarlo, ya en ese entonces, como la incursión que mejor encerraba las cualidades de su espíritu erizado y su conflicto con la prosa del mundo: el fragmento de capacidad incisiva que no agota su ánimo reflexivo en la provocación ni en la exhibición efectista de sus posturas. Los más de cuatrocientos fragmentos que reúne poseen el hálito sombrío de la afirmación categórica y desencantada, a medio camino entre el aforismo, la cavilación de corto aliento y las esquirlas de pensamiento.
“Lo que se mantiene inalterable en el reaccionarismo sui generis de Gavilán es la sospecha y la duda, el permanecer en la incertidumbre sin vaciar el misterio.”
Luego de haberse dedicado por largos años a la crítica y al ensayo literario —estando en ambos márgenes: de practicante y de estudioso, como espectador de primera fuente de la transformación del pensamiento intelectual de las últimas tres décadas—, encontramos con estos Cuadernos de Ismael Gavilán la consolidación de una escritura que, reacia a las imposturas ideológicas que hacen de la literatura un valor accesorio, se permite polemizar sin hacer afán de una propedéutica. Su escepticismo insobornable se expresa con nuevas dudas, con verdades provisorias y definiciones fragmentarias. No se esconde detrás de ello una arrogancia agotada por hacerle frente al dogma de turno. Los Cuadernos son antes que todo una querella que ronda las sombras del intelecto, la naturaleza inacabada de sus creaciones —como el mismo ensayismo— y los productos de esa inteligencia que se inclinan a “la otra orilla” que nos depara la poesía, la ficción literaria o una obra plástica; es decir, ver en la lectura lo que él ha llamado una “extrañeza radical”. Pero también el quehacer más cotidiano del ser humano que tranza sus pasiones con la escritura y su lugar en la sociedad, una escritura en cuyo frontis se encuentra la primera persona del singular, un “yo”, el autor mismo de estos fragmentos, como una resonancia del ensayo moderno inaugurado por el subjetivismo de Montaigne y que Ismael Gavilán exploró de forma intensa en Necesidad de la promesa (Ediciones Altazor, 2023), libro de fragmentos ensayísticos y prosa autobiográfica publicado unos años antes. Aquí las cavilaciones de ese “yo” adquieren todo su peso y vienen a caer como una plomada sobre las cuestiones espinosas que lo inquietan, ya sea el acabose de su propio campo cultural o la decadencia del mundo moderno que presenciamos.
Un escritor puede ser definido según la suma de sus oposiciones. Un libro como Cuadernos apenas las disimula. Ese escritor y eventual crítico literario, oculto tras la ironía opaca de sus palabras, formaría parte del mismo pecado si no fuese por la búsqueda de una redención personal que se repliega en su manojo de lecturas y autores, sus “verdaderas tablas de naufragio”, y con ello reconciliarse con sus inquietudes (el problema de la poesía, de la escritura, de la crítica) y demonios internos, pero no para concederles esperanzas explicativas, antes para reconocer los males con agudo prurito. Aquí es cuando más resalta la tradición de la brevedad de la que se nutre y cuyas referencias alcanza a señalar en su prefacio. No es difícil notar que todas ellas pertenecen al siglo pasado, en lo que puede haber una forma de aferrarse a la nostalgia por una vieja erudición, además de un antídoto para los tiempos venideros.
Lo que se mantiene inalterable en el reaccionarismo sui generis de Gavilán es la sospecha y la duda, el permanecer en la incertidumbre sin vaciar el misterio. La certeza sólo la halla en el placer y en el asombro por la belleza, como también podría ser el fondo misterioso que se oculta tras el orden de las formas, teniendo lo musical en la cima de toda aventura imaginativa, que es cuando se firma para él “el pacto entre tiempo y eternidad”. Ese momento crítico en que se equilibra el juicio con el anonadamiento de la conciencia lo cuida de cometer errores intelectuales, porque ninguna sensación es un error cuando se trata del conocimiento del arte, más sí cuando se trata de ideas. ¿No nos parece que esta “sensualidad del intelecto” es también una pasión desenfadada por un orden geométrico que le da el carácter melancólico y sombrío a sus fragmentos?
Volvamos a las líneas que iniciaban este comentario. Toda soledad es una ruptura con el mundo exterior, y a fuerza de no sucumbir a sus efectos nocivos, el escritor se ve forzado a crear otro mundo. ¿Pero cuál es la tierra que crea el escritor? ¿Le está permitido volver de su retiro o, por el contrario, con cada nueva palabra ensancha la partida del regreso? El escritor que se sustrae, que se resta o que se aleja de las enredaderas de la cotidianidad para caer, en cambio, en otras lianas, las del mismo lenguaje, por las que se mece sobrevolando a duras penas como aferrado a unas cuantas palabras que le provean esa “autenticidad espiritual” que reclama como último bastión de sentido. Pero el escritor que se aleja, “que huye” con su arte y lecturas a cuestas, no lo hace sin dejar algo a cambio. Valen estos Cuadernos como testimonio de que al mundo solo se lo puede tomar por la palabra.