El hilo atroz. Beverly Pérez Rego. Valencia, Venezuela: Ediciones Poesía, 2021. 110 páginas.
La hilandería es antigua: cobija en amalgamas de colores los cuerpos. Muchas historias, desde su oficio humilde y silencioso, fueron contadas en diferentes culturas a través de los tejidos. Abrigo o relato, las hebras hilvanan los distintos tránsitos del texto como noción barthesiana. El hilo atroz (Ediciones Poesía, 2021), la obra más reciente de la poeta venezolana Beverly Pérez Rego, comprende un espacio de reflexión sobre construcciones coautoreales, en un sentido apropiativo, cuya desfiguración o reivindicación de tradiciones literarias sucumben como referencias encriptadas, unas más explícitas que otras.
Estas referencias van trazando una modulación en tensión, por la cual pasan procedimientos de la poesía escrita por mujeres en español —especialmente la producida en la vanguardia de América Latina— y en inglés —de donde provienen traducciones de Shakespeare, Virginia Woolf, como también ciertas formas del modernismo anglosajón, entre otras—, creando rincones donde los productos verbales rompen parámetros por medio de ambas lenguas: la peculiaridad de la rotura deviene de unir estas como hilachas. Un hilo verbal. Un hilo genésico al Uno, heterogéneo; un cordón umbilical que constituye paradigmas a ser expresados inéditos dentro de la poesía contemporánea venezolana, donde esta marca de referencia en tanto exploración intertextual desarrolla los espacios de un extrañamiento; una especie de pertenencia desdoblada, una mecánica de reclamación y renuncia con la tradición: tributo y ludismo, homenaje y parodia.
El funcionamiento del texto recae en materiales escritos que confirman cierto inacabamiento; la arquitectura de una ruina, las calles de un espacio en caos. Ese caos, no obstante, se presenta desde la genealogía de una tradición plural, la cual viaja hacia un idioma fraccionado, lo que convierte el hilo conductor del libro en una perenne extranjería: “¿Qué confuso laberinto es este, / donde no puede hallar / la razón el hilo?”. Existe una conjetura entre lo que es ilegible, lo bocal/vocal y lo audible en el tejido como desmemoria, puesto que el tejido viene fruncido en retazos. Sin embargo, este llega a embargar un tratamiento con la propia máquina y el taller de costura, valga decir, con su fabricación inicial.
En el poema “Capítulo XIII. (título ilegible)”, Pérez Rego apunta: “El taller es el templo, el taller es el tiempo”. Así, es posible evidenciar en ese hilar una condición pasajera donde la escritura misma es la tejedora: desfigura el silencio transformado en tiempo, a la vez que este oficio, llevado en el pasado en su mayoría por mujeres, se vulnera: la acción de hilar comprende un intercambio de lo patriarcal a lo matriarcal: “Las místicas arañas enhebran la herencia: hilvanan la matria, descosen la patria”. Y esta herencia, de hecho, va estableciéndose como una tradición que suele verse opacada por la masculinidad del canon; provocando, a su vez, fluctuaciones, inadecuaciones, no solo con ese espacio masculino, sino también con el mismo femenino, sobre todo cuando se trata de una rememoración de la poesía escrita por mujeres en Venezuela: se ven los nombres y las referencias a Ana Enriqueta Terán, a Luz Machado, a Enriqueta Arvelo Larriva, pero también un (des)encuentro con respecto a estas. Habría que apuntar, en este sentido, que el (des)encuentro de Pérez Rego con sus precursoras y la transposición del título del libro, es sugerente a la obra El hilo de la voz. Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX (2003), compilación hecha por Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres.
No obstante, esa moldura de poetas se extiende y traspasa, como comenté, a un espacio latinoamericano. Allí son evidenciadas caricaturas y desfiguraciones a Pablo Neruda y a César Vallejo, por ejemplo, en tanto que aparecen, por otro lado, como ludismo y reconocimiento, los nombres de Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Juana de Ibarbourou o Lucila Godoy —nombre de pila de Gabriela Mistral—, entre otros. Estos apellidos llegan a ser, hasta cierto punto, intercambiables. Tal efecto aviva la existencia de híbridos nominales como Juana Orozco: lo que apunta a un espacio donde el tejido pasa a ser innombrable, componiendo una función de mixtura y ensamblaje, completamente reflexiva a la poética de la obra de Pérez Rego.
De esta forma, van apareciendo frases que conjeturan un collage de unoriginal genius (Marjorie Perloff), a las que se suman la instalación de imágenes paródicas, como la figura del billete de cien bolívares —marca que alegoriza la crisis e hiperinflación actual venezolana—, mezclada al epígrafe de una traducción de Ezra Pound hecha por José Emilio Pacheco: “mella la aguja en manos de la hilandera / y embota su destreza”, del canto XLV de The Cantos, cuya versión Pacheco tituló “Por la usura”. Como es posible ver, las referencias adquieren un potencial sociopolítico, su orden deviene a modelo de centón. Estas exploran una barbarie desatada que alegoriza el presente venezolano. Las fuentes, como en el caso del poema “Informe”, pasan a jugar un papel central. A través del ellas es manifestado al lector que la escritura no ampara una idea de originalidad, sino todo lo contrario, pues tales fuentes entrelazan, en gran medida, una selección que interpreta la concatenación que el libro propone: allí pueden leerse nombres y títulos provenientes en tanto orígenes, los cuales son autorreferenciales para el entendimiento de su reciclaje: “Ibarbourou, Juana: La promesa”; “Lope de Vega, Que los libros sin dueño son tienda y no estudio”; “Quevedo, Francisco, Las tres musas últimas castellanas”; “Mistral, Gabriela, Mientras baja la nieve”.
La referencialidad y la apropiación fomentan el hilo mismo, son su marca ontológica. Las precursoras reivindicadas, o los precursores burlados, cuyos textos se diseccionan, intervienen y remarcan, contienen un papel que va desde la traducción como invención y poética, hasta el traslado del monólogo shakesperiano en su mecánica. El camuflaje de la escritura es ser otras escrituras, tejer con todos esos hilos ajenos. El lector consigue, pese a la mutación de registros —poemas en prosa, poemas extensos en verso y, en ocasiones, otros más cortos— la manifestación de una lengua elidida, incómoda de un entre-lugar. Murmulla así el lenguaje de las tejedoras —las ciegas, las sastras—, las cuales van dejando de lado, incluso, a quien las teje a ellas como materialidad indómita: “Resido en un reino de fragmentos que se inclinan, se doblan, platean mediatintas y astillas”. Son las tejedoras mismas la genealogía de las fibras verbales de una lengua en la que sopesa una condición de venezolana y en la que, además, el exilio abre surcos: “No distingo si esto es página o trapo. Mi condición de desmemoriada me impide honrar al plagiario de mi recuerdo […] Mi deplorable condición de venezolana me impide incurrir en el ditirambo, mas burlando la censura le digo al lector”. De tal manera que la identidad, sabiéndose en un peregrinaje, en una desmemoria, en un silencio forzado, quiere quebrarse entre la reescritura de una tradición, embebida de distintos intertextos.
Cuando el texto se fracciona en este hilo, la lengua se enrarece de haber regresado, de haberse ido, de no estar, en apariencia, en ninguna parte. No obstante, esa estadía mutable tiene nombre: Caracas; y ese regreso es, de alguna manera, inminente. La imagen del retorno es una senda en ruinas, como la desmemoria del hilar que Pérez Rego —de manera magistral— en tanto artefacto textual propone a los lectores.
Jesús Montoya
Universidad Federal de São Carlos, Brasil