Otoño. Eso y las hojas secas arrastrarse sin rumbo por las calles. En la esquina hay un McDonald’s como isla, su amarillenta luz brilla a distancia, en medio de la lluviosa noche.
Key observa el débil golpeteo de una bandera norteamericana colgada en el poste de alumbrado. Ahora la lluvia no le gusta. Le parece insidiosa, brutal, lo pudre todo.
Viernes. Ellos salen. A pesar de la lluvia. Los ve pasar. Son los de siempre. Siempre por la noche. Corren veloces. El estruendo del hip-hop vibrando en los cristales. Ellos, ella, los que salieron a explorar el mundo.
Prende la televisión.
Después de tanta diarrea, vómito y llanto, Suny por fin duerme, con un Simbad plástico entre sus manos.
Quiso conocer más allá de sus narices y ese horizonte llegó. Fue una noche. Poco después de que Valente se bajó del furgón en la estación de trenes de Davenport, para incorporarse primero al bar donde ambos se conocieron; tiempo más tarde, a la empresa empacadora de carnes.
¿De dónde eres?, le preguntó él.
Valente se burlaba: es fácil imaginarse México, todo el mundo ha tomado un trago de tequila y visto mariachis, pero ¿Honduras?
Honduras es un país distante, exótico. Nada más. Key lo sabe.
Tuvieron suerte. Valente aceptó de inmediato la oferta de trabajo en la empacadora. Con los dos sueldos, a mitad del año compraron sala de estar, horno, luego, la Silverado usada. Él es dichoso cuando corre por la única avenida a ritmo de esa banda mexicana que le recuerda a su tierra. Key en cambio, para llegar, atravesó el país de Valente. Y se había jodido, lo sabía. Antes de la maldita borrachera, Key deseaba irse a otra ciudad: ese país era un paraíso demasiado grande.
Recuerda.
La huida. La ciudad mugrosa. Un río. Había un río sucio por donde flotaban neumáticos. Todavía se ve cruzando el puente en un triciclo. El congal a donde estuvo a punto de entrar, desesperada. El miedo de ser agredida por una pandilla. Y la fila de camiones. El sudor agrio de los traileros. El raspón que se hizo cuando alguien la subió al tráiler y la revolcó quién sabe en qué lugar. Por eso no se lo perdona. Eso. Haberse revolcado con un mexicano. Nunca entendió cómo un paisano de su marido le había podido hacer eso.
La fila de camiones. El raspón que se hizo. El tráiler repleto de costales de azúcar. Sólo oscuridad y azúcar cuando las puertas se cerraron. Estuvo a punto de asfixiarse. Iba a morir y a ser un número más de los que aparecen en los periódicos. Mueren tres ilegales. La suya iba a ser una muerte cálida y dulce. El mundo dulce penetrando sus poros, inundándola. Hasta que las puertas se abrieron y vio de nuevo sombras. Entonces, después de cobrarle, antes de dejarla partir, el chofer. Ninguna media luna. Ni ladrido de perros. Tampoco grillos. Un silencio largo, de desierto, de carretera solitaria. El chofer apestaba a licor. Ella quiso zafarse. La tumbó de un manotazo. Después abrió los ojos. Vio el azul limpio de la noche. Quien dijera que en casos como ése lo mejor era ponerse floja y ayudar, que se fuera a la mierda. Sobre su pierna, el vapor caliente del motor y un hilillo húmedo, espeso. El hombre le dijo que agradeciera, que le había cobrado barato por cruzar más de la mitad del país. Si llegaba, se bañaría un día entero. Si llegaba, jamás se iba a meter con un mexicano.
Recuerda.
Había sido una semana agotadora. Haría siete meses en Lerhner’s, el grocery donde trabajaba. No es que hubiese sido fácil llegar, pero al menos estaba ahí, apenas el principio del horizonte. Apenas recorría la orilla. Por eso entró al bar, después de las diez horas de trabajo que hacía a diario. Quería divertirse, tomar una cerveza. Cuando Valente la sacó a bailar, Key estaba borracha. Luego llegó el bulto inesperado. Suny. Ese extra innecesario de la cajita feliz. Se maldijo. ¿Hubiera podido arreglárselas? ¿Tan lejos de su casa? No iba a arruinarse sola. Que el mexicano se jodiera también.
No es que no fuera bueno. Valente. Eso que ahora era Su Marido. De hecho, alguna vez sintió que todo iba bien. Una vez escuchó a alguien decir que los mexicanos eran magníficos en el trabajo y la cama, que sólo a ellos les encantaba currar horas extras en los mataderos. Prefería reservarse la opinión. Valente era generoso, honrado, pero tenía la misma cara de aquel trailero. Y además, la última gota derramando el vaso: olía a vaca y sangre.
Es más dinero, mija, ¿a poco cree que con mi sueldito aquel íbamos a pintar la casa y comprar muebles?
Hubiera preferido que su marido oliera a trago y no a vacas. Estuvo bien: la casa pintada de color coral, la llanta colgada del tronco de un árbol por donde Suny se columpia, una TV nueva de la que conserva su plástico protector con burbujitas (a Key le gusta romper burbujitas cuando se siente intranquila). Pero no los tacos de carnitas ni la imagen de la virgen sobre la pared ni ese maldito baile de “viejitos” que Valente hace ensayar a los niños de la cuadra, una danza que le parece grotesca porque los niños, de por sí ingenuos y malignos, se colocan un antifaz de ancianos y se mueven, al compás de guitarras y violines, con máscaras arrugadas, narices ganchudas y escasos dientes en una boca grotesca de falsa felicidad.
Es una buena vida, es la vida que quiero, le dice Valente.
Key suspira.
Las ollas de hirviente líquido antibacteriano. Las inmensas bombas refrigerantes. Los gritos de los supervisores. Los altoparlantes por encima del ruido feroz de la trituradora de huesos. Y en alguna esquina, Valente, su príncipe purépecha con casco, botas de hule, la bata blanca salpicada de sangre.
Ella siente asco. Cualquier ligero tufo le trae a la mente bazos, corazones, hígados, lenguas y ubres de vacas, mientras cogen. Eso es lo que ha arruinado todo. Lo de afuera sigue, permanece. Es terrible tirarse al suelo y ver que el mundo pasa, con su basura y su belleza. Y es malo que la salpique. A ella. A la Sony que no quiere, que odia un poco, no tan en el fondo. Sus amigas siguen bailando, bebiendo Budweiser quizá. En su pueblo hubiera buscado de inmediato a la anciana de las yerbas para abortar. Pero estuvo sola. Y casi todos los sitios están invadidos por ellos, los mexicanos que ya casi son dueños de la otra orilla.
Ahora Valente no está. Ha muerto su madre. Se llevó la Silverado para presumirla en pleno velorio. Los mexicanos regresan nada más a enterrar a sus muertos. A enterrarse. Key no regresaría, su pueblo está muy lejos. Ella deseaba conocer el mundo. Y el mundo llegó a Key con aquella borrachera. El mundo pequeño reducido a un hombre. A una niña.
Esta es la calle principal de Norwailk. El terreno de Dios. No quiere que Suny vaya a la iglesia. No quiere que se parezca a las jovencitas de faldas largas y sonrisas limpias que vienen a Lehrner’s para comprar golosinas y luego regresan a orar. Key les ha dicho que los dulces pican los dientes y le traen un mal recuerdo.
Suny.
Suny tiene nombre de verano. Y tiene el color de su padre y su madre juntos. Un resultado detestable, fatal.
Ahora duerme.
Al mediodía tuvo que llevarla a La Crosse, la única clínica gratuita. Somos gente limpia, dijo Key en mal inglés a la enfermera. Ésta despachó pastillas, sobres de suero oral. No lo hizo a propósito. Quizá sí. Key alza los hombros. Podría reír pero la situación le parece grotesca. Ya la está contagiando el carácter culposo y sentimental de su marido. No soporta sus mimos, su elemental temperamento dramático, la forma de husmearla como buey tímido que huele la paja y la mastica. Valente no le gusta y, quién lo diría, Norwailk, en esas condiciones, tampoco. La avenida, la gasolinera por donde pasan tantos que continúan el viaje y Lerhner’s con su aire acondicionado, parecen asfixiarla.
Siempre que piensa en aquella noche —ya deberías haberlo superado, habría dicho cualquiera— Key comete alguna estupidez. A mediodía fue con Suny. Puso a hervir leche. Imaginó el entierro de la madre de Valente, deseó no verlo más. Colocó leche en el vaso. Tomó por equivocación el frasco de sal y una cuchara grande. Pensaba en que Suny crecería junto a Norwailk, su iglesia, con las niñas de dientes picados; en la facilidad de los niños para aprender idiomas, en que crecen sin prejuicios, en que la niña sabría inglés y español y no tendría jamás deseos de irse a ningún lugar. Pero reparó también en su color. Y en que Norkwailk era una ciudad pequeña, apenas un punto, el primero al que llegaría, pero no el único, imaginó al principio.
Horas después la niña tuvo una diarrea intensa, vómitos. Había excedido las cucharadas. Había puesto sal y no azúcar en la leche. No lo hizo a propósito. O quizá sí. Key alza los hombros.
La casa, pintada de coral aún, se rompe en las esquinas. Cuando va al baño y ve el sarro de la taza, siente que la taza es ella. No sabe quiénes son más sucios. Si los hondureños o los mexicanos. Pone cloro, baja la palanca y vuelve a su cuarto, a maquillarse un poco. Ve a Suny dormir, con el Simbad entre sus manos. Somos gente limpia, le dijo con mal inglés a la enfermera.
Otoño. Su marido no está. Eso y las hojas secas arrastrarse sin rumbo por las calles. Ellos salen, a pesar de la lluvia. Ahora no le gusta. La lluvia. Le parece que lo pudre todo. Key se acerca a la ventana. Los ve pasar. Es típico de los mexicanos. Corren con sus coches veloces de segunda mano; la música a todo volumen vibrando en los cristales. Ellos, ella, los que salieron a explorar el mundo. Fuera de eso, Norwailk pudo haber sido apenas el principio. Se lo dicen las amigas de Key que beben Budweiser en los bares, buscan otras ciudades y se van. Se lo dice la carcajada estruendosa que le sale de pronto y le deja después un vacío inexplicable. Se lo dice el débil golpeteo de la bandera colgada en el poste de alumbrado, el logo del reloj que sobre la pared indica: la vida es fácil. Y el McDonald’s como isla cuya luz amarillenta brilla a distancia, en medio de la lluviosa noche.