I
La abuela me entrega una bolsa grande de un plástico muy duro, de colores alegres y con patrones horizontales, visiblemente usada y con notorios manchones en lo que yo creo que es la parte frontal. “Me lo dio Inés, la del noveno. A lo mejor te sirve”, dice. Miro dentro, sin meter las manos porque le temo terriblemente a las arañas, que siempre suelen irrumpir desde donde menos se las espera, cuando menos se las espera. En el vistazo rápido hacia el interior veo revistas, unos cuantos papeles escritos que parecen de cálculo y algunos talonarios vacíos de recibos, con sus carbónicos dentro. Pero revistas, fundamentalmente se trata de revistas.
Muy pronto el misterio puede más, el miedo va cediendo protagonismo y me aventuro a inspeccionar de una vez de qué consta este nuevo tesoro que mi abuela —que es encargada de un edificio y que, bajo alguna clase de trance visionario, recolecta todo lo que “a lo mejor me sirve”— ha descubierto para mí.
Lo primero que saco de la bolsa es un almanaque en estado impecable del año pasado. Mil novecientos ochenta y ocho, anuncian los números rojos, grandes, intimidantes. Lo separo para recortar (en este punto de la historia recortar es mi pasión). Inmediatamente debajo de la papelería contable aparecen un póster de El Gráfico, folletos de supermercado, un ejemplar de Tejidos Chic que separo para la abuela, alguna Billiken y dos o tres Anteojito que también separo, conforme a mi infantil vicio, para recortar.
Antes, he apartado una que, a primera vista, ha llamado fuertemente mi atención. Luce más bien como un libro. O un “libro-revista”. Claro que lo que de verdad importa es que tiene dibujos, por supuesto. “Mafalda”, dice el título. Pero “mafalda”, así, con minúscula. Y una ya sabe muy bien, a los siete años, que los nombres de personas y personajes se escriben con mayúscula. Algo parece no cerrar del todo. Sentada en un peldaño de la escalera que va de la terraza a la cabina de ascensores, me pierdo largo rato en la lectura.
Enorme es la sorpresa y enorme el deslumbramiento. Resulta que esta Mafalda es una niña de unos 6 o 7 (igual que yo), muy preguntona (igual que yo), indiscutiblemente tan sensible como idealista (igual que yo) y con unas ansias locas de cultura y de respuestas (no iba a faltar mucho para saber que ese sería, también, otro rasgo compartido). Pero hay todavía —como si todo lo anterior no bastara para ratificar el encantamiento— una cosa más: Mafalda es, nada más ni nada menos, que el personaje central de la historia, y la tira completa lleva su nombre.
Con esta introducción notable se presenta ante mí este “libro-revista”, encontrado azarosamente entre registros financieros y material de recorte. Y aunque algunas cosas no entiendo, y otras me pasan de largo —o no me causan la gracia que debería causarme—, reconozco en esa niña alerta y analítica un espejo, una forma de decir las cosas que arroja un dejo de sarcasmo y una intención de escarmiento, el umbral desbloqueado por donde pasar desde la infancia hacia el yugo pesado e implacable de la adultez.
II
Aquella primera vez que leí Mafalda no fue tanto por elección, sino más bien por impulso y espíritu investigativo. Era apenas una pequeña curiosa en edad escolar que abría libros y revistas como quien abre la puerta de un pasadizo oculto en un castillo remoto. Pronto pasó lo que estaba destinado a pasar: ingresé al mundo mecánico y mesurado de “los grandes”. Crecí en unos ochenta tan excéntricos como legendarios y unos noventa todavía más inestables y eclécticos que los anteriores. Para cuando volví a Quino, ya había sido bastante lo que se había vivido y poco lo que se había logrado aprehender de ese vivir urgente y desasosegado.
Ocurre que este presente casi siempre urge, quema, abrasa. Nos sorbe de golpe para lanzarnos más tarde sin aviso al pavimento. Aunque, de tanto en tanto, —es justo decirlo— regala un respiro impensado que amortigua la caída.
Buscando unos archivos para un texto en el que trabajo, encuentro de forma inesperada una carpeta con unos cuantos recortes de viñetas de una Mafalda que, ahora, reviso con una mirada más lúcida y adulta. Como antaño, uno de los fragmentos capta enseguida mi atención.
En él está Felipe, el niño soñador y perezoso, siempre despistado y con hambre de fantasías: “Pensándolo bien, es monstruoso que se impriman más billetes que libros. ¡Algún día se dará más valor a la cultura que al dinero!”. Por la tipografía que Quino ha utilizado, es fácil darse cuenta de que el personaje está alzando un poco la voz. Mafalda aparece de pronto, en el siguiente cuadro, para bajarlo a Tierra: “¿No son algo ingenuas tus ideas, Felipe?” Pero Manolito —ese Manolito intrépido, con fiebre empresarial y sed de negocios— ha escuchado también las “ideas” de su amigo: “¡Ingenuas no! ¡Son peligrosas!”, sentencia.
Mi nueva edad me permite ser consciente de que el cálculo precipitado que hace Felipe (“se imprimen más billetes que libros”) irrumpe en aquella página con un velo de violencia indirecta que no hace más que obedecer a un capitalismo brutal, obstinado en no pasar nunca de moda. Y a diferencia de Mafalda o de Felipe, Manolito no se pierde en ensoñaciones ni dilemas filosóficos. Su interpretación de la realidad es concreta, simple, sin adornos. Dice lo que piensa sin filtro ni intenciones de agradar o de desagradar. Y aunque la intención de la tira es vincular este comportamiento con el accionar de un niño, no hay que hacer mucho esfuerzo para darse cuenta de que ese mismo accionar nos remite, hoy, a ciertas figuras distintivas del ámbito político.
Dicho esto, y puestas las cartas sobre la mesa, cabe entonces preguntarse: ¿qué tan peligroso es que la cultura tenga más valor que el dinero? ¿Qué tan peligroso es siquiera pensar que tal cosa podría alguna vez ocurrir?
Otra observación que hago, en esta nueva lectura, es que Mafalda (no el personaje, sino la tira per se) ha conseguido poner en escena a esa familia “tipo” en pleno auge, modelo inherente a una clase media con aspiraciones de respetabilidad y prestigio social, y paradigma esencial de unos valores burgueses que fueron difundidos de generación en generación a lo largo de décadas: el padre proveedor (cansado, quejoso, abrumado por las deudas), la madre ama de casa (modelo femenino concebido tradicionalmente, en el que el matrimonio, la maternidad y el resguardo del status definen intereses y ocupaciones), lxs hijxs en etapa formativa (con reclamos, ocurrencias y cuestionamientos que vienen a enfatizar las divergencias generacionales) y, finalmente, lxs amigxs de lxs hijxs (pequeños símbolos hiperbolizados de los diferentes y múltiples arquetipos sociales). Algunos años después, una cita de Isabella Cosse me invitará a resignificar este aspecto:
la tira fue leída, discutida y utilizada como una representación emblemática de la clase media y consumida especialmente por ese sector social. (…). Los cientos de miles de ejemplares vendidos, las disputas que despertó en la opinión pública y la significación social que recibió la convirtieron en un referente extremadamente valioso para el estudio de la clase media en el momento histórico en el cual surgió y se convirtió en un éxito.
En suma (y haciendo un gran esfuerzo por bosquejar una posible síntesis), esta relectura de Mafalda me intercepta ya adulta, durante el fluir mismo de la vida, inmersa en unas prácticas rutinarias y en otras forzosamente capitalistas, aunque —corresponde decirlo— mucho más reflexiva que aquella niña de edificio inquisitiva y enajenada que buscaba guardar a toda costa alguna semejanza con la protagonista.
Por otra parte, esta adulta que ahora me habita (y que relee) comprende y asimila considerablemente mejor la manera en que Quino —desde el pináculo de un humor gráfico agudo, inteligente y en pleno apogeo— logró plasmar en una historieta dinámicas relacionales medulares que espejaron la realidad y fueron incidiendo poco a poco en ella en términos sociales, culturales y también, como apuntaré a continuación, en términos esencialmente políticos.
III
Una variada y compleja lista de reflexiones, planteos y razonamientos propios de una persona adulta en boca de una niña pequeña que se detiene a mirar el mundo para exponerlo de manera constante a escrutinios, pruebas, profundas investigaciones y desalentadores diagnósticos. He aquí el recurso humorístico de Quino, quien —consciente o inconscientemente— patenta en su personaje más entrañable la maniobra irónica que viene a poner en diálogo lo público y lo privado, y a evidenciar, al mismo tiempo, las tensiones morales de una época y los sombríos vaivenes políticos de mediados de los sesenta.
Así, el personaje de Mafalda consigue expresar las inquietudes de toda una generación que busca —en ese oscuro período histórico— respuestas y soluciones ante una sociedad marcada por la violencia, el desatino y la hipocresía de los discursos oficiales. Las preocupaciones de Mafalda son, al final del día, el reflejo de las preocupaciones de una nación y la señal inequívoca de un continente a punto de estallar.
Como resulta habitual en las producciones de Quino, la totalidad de la tira demanda una participación activa de lxs lectorxs, quienes deben desentrañar por sí mismxs el sentido de cada cuadro y completar, muchas veces, un posible desenlace. “El objetivo de educar a sus lectores no era explícito. Por el contrario, se suponía un lector activo, inteligente y cómplice, al cual se gratificaba con la ilusión de pertenecer a un círculo elitista, crítico, desenfadado”, dirá Isabella Cosse cincuenta años después.
Cierto es: las construcciones humorísticas adquieren significado sólo cuando son activadas por los sujetos que las interpretan. El autor —quien, por supuesto, es perfectamente consciente de ello— sabe también del papel político y popular que juega el humor en las sociedades (en especial en las latinoamericanas).
De este modo, el requisito indispensable de “aprender a leer entre líneas” que Quino instala, resignifica necesariamente su sentido durante la presidencia de facto de Onganía en la República Argentina (1966-1970), cuyo mandato dictatorial prohíbe la actividad política, interviene universidades, encarcela opositores y reprime a estudiantes. La confiscación de libros, los allanamientos en los bailes y la censura de películas —entre otras cosas— se convierten en procedimientos recurrentes dentro del escenario cotidiano de la realidad política del país.
En términos muy amplios (y muy generales), resulta evidente y claro que la voz de Mafalda encarna el desencanto y el hastío de una amplia variedad de sectores urbanos, testigos directos de cómo los “grandes ideales” del siglo XX se fueron desdibujando progresivamente frente a sus propios ojos, bajo el ala penumbrosa de la burocracia, el consumo masivo y la represión de turno.
A través del contraste con sus padres —representantes de una clase trabajadora resignada— y de su grupo de amigxs (cada unx portadorx de un arquetipo social exclusivo y, generalmente, opuesto a otro), Quino condensa en la ficción de esta niña intelectualizada las múltiples caras de la realidad argentina y, en cierta medida, también la de Latinoamérica. La ansiedad de Felipe, la ambición de Susanita, la crudeza capitalista de Manolito, el idealismo de Libertad: cada quien expone un dilema digno de ser revisado y debatido, a expensas de que esa discusión se vuelva cada vez más intrincada, inverosímil o crónica. De esta manera lo sintetiza la prensa escrita de aquellos años:
Mafalda es lo que podría llamarse una niña comprometida. Por eso, porque se compromete con lo que ocurre a su alrededor hasta el punto en que las personas mayores que la rodean son incapaces de seguirla, Mafalda perturba, conmueve, asombra, asusta, amarga, arruina la digestión, disgusta y, simultáneamente, hace reír.
Y así es como Mafalda ha logrado no envejecer nunca. A pesar de haber sido publicada dentro de un período relativamente corto (1964-1973), no cabe duda de que este peculiar grupo de personajes (así como su profunda matriz cultural distintiva) continúan vigentes en nuestro presente. Las problemáticas que supo abordar la tira —entre las cuales, a fuerza de resumen, se podrían nombrar el consumismo, el racismo, la justicia social, la censura, la pobreza, el lugar ocupado por las mujeres y el rol determinante (y, en la mayoría de los casos, negativo) de los medios de comunicación— siguen operando y condicionando la vida cotidiana de millones de personas.
Con toda certeza, el discurso de esta niña “preguntona” e inconformista se ha vuelto patrimonio cultural de América Latina, y su mirada evaluadora se mantiene acompañando y alumbrando los recovecos claroscuros de nuestra actual realidad.
En tiempos donde muchas veces se busca silenciar o simplificar el pensamiento y la capacidad de juicio propio, en tiempos donde la quimera de imprimir “más libros que billetes” se ha vuelto una ilusión utópica, esta pequeña visionaria nacida en los sesenta nos recuerda el valor de la duda, el cuestionamiento, la empatía y la resistencia.
En lo que a mí respecta, he de volver cada vez que pueda a ese gesto —modesto pero determinante— de mi abuela, que supo poner en marcha un mecanismo de búsqueda, autoconocimiento, propulsión al saber y al espíritu crítico, que fue sin duda la clave de mi formación profesional y que marcó de manera crucial mi intelecto, mi capacidad analítica y mi forma de estar, resistir y permanecer en el mundo.