Bajío
De algo sé: del miedo al blanco.
Pero ahora —todavía— la luz no ensucia.
Puedo pensar que no he efectuado nada
de lo consumado.
Una vieja luna escupe ceniza
percudiendo el bajío, maquillándolo:
paisaje sin mausoleos ni estatuas:
apenas un muro —sujetado con andamios.
Abajo, mis pies: no hay sombra sobre el polvo.
Encima, lo oscuro: merodeo
fingiéndome una ruta y un destino.
Es la hora en que nada brilla.
En algún lugar, no sé dónde,
una presencia golpea, va como a reptiles
—como a fiera que se escurre—,
me ve pasar con la cadencia
de una pulsión tantas veces sepultada.
Un humor denso se acumula
y trago.
Raspa la lengua, su enfermedad.
Tú decías: tiene que pasar por la garganta
para ponerse bien… luego veremos…
Y yo tragaba. Y volvía a tragar.
En algún lugar, no sé dónde,
tú duermes —todavía— en una cajita iluminada
una escena sin memoria.
¿Qué sigue? El portazo —ser
detrás de lo sucedido. Persisto.
Tratando de afirmar algo que no alcanzo.
Tú, de costado, mirando como miran los lagartos,
rascando, sin uñas, lo inacabado.
Sin que nada se note. Luego veremos…
Conviene omitir ciertos hábitos, pienso.
No mirar, no fijar… luego veremos…
Ahora, un siglo después, en la noche ciega del bajío
hay una melodía que termina. Me detengo.
Pero ninguna comienza.
Lo vertical imana, y avanzo
hacia el muro
apenas un muro —sujetado con andamios.
Escarbo el óxido inverosímil del metal
y en el énfasis rebota
un sueño que hay que masticar como se mastica
una piedra.
Dispuesto el óxido bajo las uñas,
me pongo a soñar un sueño instrumental:
una bestia fugitiva sobre el pavimento mojado,
la forma provisional de su silueta
expande la noche.
La bestia entera frente a mí:
su materia es sangre inviolada,
inmune al suceso y a la imagen.
Tú que ves, la has visto
brillar, resplandecida y desnuda, sin polvo,
y has trazado sobre el papel
su colmillo y su aliento —blanco sobre blanco.
Temo —a la bestia— estrujarla hasta hacerla llorar.
Inmóvil, frente a la noche, sin penetrar todavía,
soy la pulsión y soy
la delicadeza del espanto.
Gesto acostumbrado: aplanar la curva
de un destello de luz sobre lo húmedo.
¿Quién a la bestia no llama bestia?
Lo que engulle es una máquina
Lo que engulle es una máquina
Que creíste notar alguna vez
mientras despertabas de un sueño
–sin terminar de sacudírtelo del todo.
Así que diste los buenos días
en un idioma que no era el tuyo
Y seguiste de largo, irremediablemente,
con el hierro en la mirada.
Entonces abrir los ojos
es romperse por el centro.
Mirar con ojos prestados
la perversión de la hiedra
creciendo del lado opuesto.
Una leve inflexión en la sombra
reproduce el terror
de una cortina que se desliza
por fuera de la ventana entreabierta.
No es difícil notarlo:
Hasta un trapo colgante precisa fugarse
del hueco que habita dentro.
¿En nombre de qué culpa maniobra esa máquina?
No sabes quién la ejecuta.
Pero el vengador ha lanzado su anzuelo
Expande su carcajada bajo la modulación de metales
que retumban en la superficie
de una noche sin humedad
–enfáticos, tercos, malogrando el polvo.
Persigues la gravedad de una presencia.
Imploras cualquier cosa –¡lo que sea!
Nada responde. Lo exterior no importa
cuando nadie está mirando.
Cuando hay tonos de lo agudo
que no acoplan con ningún órgano.
Cuando todo sucede un piso más abajo
de lo que se deja acariciar.
Te enrocas en aquella ficción
de los buenos días –mientras dure.
Por fuera de la ficción, habita la máquina:
la avidez de dar con un espejo frente al cual
decir yo, volver al sueño,
sin el estruendo metálico
de una hiedra trepando.