La primera vez que leí a Fabián Severo estaba viajando entre los trenes de la Provincia de Buenos Aires. Malena, una amiga uruguaya, había viajado a Uruguay con un encargo para mí: conseguir Viralata. −¿Vira qué?−, preguntó Malena. −Viralata, me dijeron que es un libro escrito en portuñol de alguien de tu país que es de la frontera−. Eso fue todo. Malena hizo su viaje y trajo el libro de tapa azul con una marca de línea donde se podía leer: Premio Nacional de Literatura. La novela, que no tenía más de 150 páginas, estaba escrita enteramente en una lengua que desconocía como fenómeno literario: el portuñol.
El portuñol como fenómeno de frontera fue, por no decir más, revelador y estimulante. También fue revelador el viaje en tren que hice con un grupo de brasileñas donde me enteré que en portugués viralata era como se le decía a un perro mezclado, sin raza. Me sentí identificada, porque yo era una especie de viralata en Buenos Aires; bueno, técnicamente no. Había llegado desde Colombia por una beca de maestría para estudiar en Argentina, no me podía quejar de mis condiciones materiales, vivía en un monoambiente en la capital y me dedicaba a estudiar y conocer gente. Pero la migración, incluso dentro del mismo continente, se sentía como una especie de orfandad en la distancia. Fue algo intimidante, sin embargo, con el paso de los meses, habitar ese lugar se convirtió en una marca indescifrable. Migrante. Una especie de mezcla, de estar entre el medio, como diría Anzaldúa, entre países, familias, tradiciones, formas de decir lo mismo y nombrar otras cosas. Entonces pensé que viralata podía ser un segundo nombre.
Viralata (Estuario editora, 2018) me pareció un libro que venía del futuro. Cuando todos mezclados nos entendiéramos en los bordes y nadie nos quisiera corregir las formas de escribir correcto, incorrecto, aceptable. Por Viralata conocí una frontera tupida de artistas que cantaban “abrasilerado”, que escribían con la estructura del portuñol, pero con las interferencias del español. A unas diez horas en micro desde la terminal de ómnibus de Retiro hasta la ciudad uruguaya de Rivera, que bordeaba la línea divisoria entre Uruguay y Brasil, se encontraba el universo fronterizo de donde salía Fabián Severo, el autor de la primera novela escrita en portuñol en recibir un premio nacional de literatura.
Pero, ¿qué contenía?, ¿de qué iba la novela? Eso era lo mismo que muchas personas de la escena literaria de Montevideo se preguntaban y muchas personas de la frontera querían saber. Cuando la novela llegó a las manos de la población de frontera fue duramente castigada por las maestras más tradicionales, por los defensores de una lengua correcta, quienes le increparon a Severo que lo que estaba haciendo en el libro era burlarse de ellos, al escribir como hablaban “como si todo el mundo hablara así”, “como si escribieran así”. Muchos fronterizos que ya sentían en sus cuerpos, en sus experiencias y en sus identificaciones la vergüenza impuesta de portar una lengua “mal hablada”, sintieron que el libro era una burla. Otros, en cambio, no. Por el contrario, se sintieron identificados con la novela que narraba la pérdida, la historia de las memorias de Fabi y su mamá en Artigas −la segunda ciudad fronteriza más importante de esa frontera−, la historia de un niño que va creciendo y pierde a su mamá por la negligencia a la que se ven sometidos como parte de una estructura social que los margina por venir de la frontera, por hablar portuñol, por supuestamente no parecerse al resto de los uruguayos.
Los fronterizos eran portadores de una lengua que se consideraba de baja calidad, no solo en su experiencia diaria dentro de Uruguay y Brasil, sino en la historia de sus antepasados caminantes que habían llegado a esa región como personas esclavizadas, como contrabandistas y trabajadores de la tierra.
El portuñol era para muchos artistas de la frontera su lengua materna y no un dialecto o una diglosia, era su lengua y punto. Una lengua que estaba naciendo y cuyas poblaciones eran maltratadas por los ciudadanos de las capitales, cuando la conformación de los Estados nacionales en Suramérica a principios del siglo XIX demandaba una articulación entre instituciones que afianzaran la identidad de las recientes naciones. El portuñol era una lengua que había sido castigada por la dictadura uruguaya, cuando en su deseo violento condenó a todo aquel que hablara portugués o algo similar en suelo uruguayo. Para los artistas, escribir en portuñol significó años de escritura en español para al final decir “me cansé, me siento mejor en mi lengua materna”. Los músicos también lo sufrían, pero había otra libertad en la oralidad.
El portuñol o más bien los portuñoles −por la inmensa variedad de dialectos que existen en esta zona− no solo eran el resultado de la interacción de las poblaciones que quedaron atrapadas entre dos grandes imperios que disputaban la frontera como un paso económico del interior de Brasil al Río de la Plata, sino que también era la lengua de los contrabandistas, de los ilegales; el portuñol tenía además un carácter de lengua de comercio, los hacendados lusitanos les hablaban a sus trabajadores en portugués. ¿En qué lengua tenía que responder el trabajador que se encontraba del lado uruguayo del mapa? En la lengua que le daba de comer, que en este caso era el portugués.
Fabián y los artistas fronterizos escribían en su lengua materna, hablaban de su frontera, de sus vecinos, de las historias que los más grandes no querían recordar; buscaban en la memoria de poblaciones y territorios las huellas de sus muertos, de sus dolores, de su árbol sin raíz:
Mi historia impieza el día que la maestra nos enseñó el árbol de la familia de unos reye. En el pizarrón, dibujó los rey, despós los padre del rey y de la reina, los avo, y así siguió enllenando el pasado con gajos que se iban tan para atrás, que terminaban cerca de Dios.
Cuando yo pedí para mi madre que me ayudara completar el árbol con el nombre de los familiar, ella me miró raro y me disse que despós. Al rato, yo volví a pedir y ella que ahora no porque istaba haciendo cualquier bobada. Intonce, yo intendí y inventé mi árbol parecido al de los reye.
Para la maestra que corrigió mis deber, yo venía de un álamo completo y firme, que protegía los hueso de mi casa.
(Viralata, pág. 11)
Así comenzaba Viralata, con un álamo inventado, un árbol sin raíz, disperso, con un pasado silenciado por los mayores. Había algo en las memorias de la frontera que no les gustaba recordar y estaba relacionado con el lugar marginal que ocupaban en la historia, con las violencias estructurales que afectaban su vida doméstica y pública. Había además un desajuste: en sus casas los fronterizos hablaban portuñol, pero en las plazas y los espacios públicos se veían obligados a usar el español.
Este libro, al igual que la obra de compositores y músicos como Chito de Mello, Ernesto Díaz, Yoni de Mello, exponía las heridas abiertas, las costuras de las lenguas, dejaba al descubierto que su trabajo era una práctica de comunalidad.
En Los muertos indóciles, Cristina Rivera Garza toma la definición que me interesa sobre esta práctica de comunalidad que desarrollan los fronterizos:
La definición misma de comunidad (…) se trata de un pensamiento que ha dejado atrás cualquier consideración del individuo y que entiende los procesos de subjetivación como activas prácticas de desidentificación, tal y como lo argumenta Ranciére, usualmente involucrando la resistencia con identidades impuestas por otro para conformar así un estar-en-común dinámico y tenso, en todo caso, inacabado (2013).
Fabián hacía en su obra evidentes las prácticas de comunalidad con otros que son los hablantes de la lengua, los vecinos del barrio, personajes que conformaban el universo en portuñol, pero también apelaba a los autores de la tradición letrada uruguaya con los que, en una suerte de trabajo imaginativo con otros, construía su lugar, su frontera, su frontera hecha de polvo y tierra.
Anzaldúa dice sobre el chicano “que mientras otras razas han renunciado a su lengua, nosotros hemos conservado la nuestra. Sabemos lo que es vivir bajo los martillazos de la cultura dominante norteamericana” (Anzaldúa 2016). El portuñol ha vivido bajo los martillazos de dos historias lenguadas que disputan su autoridad sobre las palabras que les pertenecen de la lengua de frontera: el portugués y el español, como los idiomas correctos, se pelean la patente de las palabras correctas dejando por fuera a los grupos que escriben en los intersticios del lenguaje.
Los fronterizos como comunidades contrabandistas tejen prácticas de comunalidad no solo en sus relaciones contrabandistas solidarias de supervivencia económica, sino también en sus relaciones artísticas y textuales solidarias. En el artista fronterizo del norte coexisten distintas lenguas en permanente transformación, una cultura contrabandeada ha formado su lengua, una cultura de caminantes, una larga tradición de a pie: “Así nos hicieron. Una mitad de cada cosa, sin ser cosa intera nunca. Todos viralata como el cusco de los Quevedo. Cada uno trae una mitad mas no incontra nunca la otra metade. Viemo pra se ir, mientras cuchilamos en la vereda, isperando el milagre” (Viralata, pág. 12).