El agresor de los aluxes
Agobiado por una serie de eventos extraños que ocurrían en su hogar, un compañero de trabajo acudió a un experto en fenómenos paranormales sospechosamente producidos por aluxes, buscando respuestas: o sea, a mí.
“Cómo sé que en mi casa hay un alux”, me preguntó de zopetón cuando una tarde me acerqué a su estación de trabajo.
Me sorprendió la pregunta y me reí junto con los que estaban cerca de nosotros. Lo cierto es que un alux no es un ser maligno. Acaso sea un ser travieso, pero no más, y no quiere más de lo que nosotros queremos: respeto a su persona (¿podemos llamarlo así?) y respeto a lo que es suyo.
Hasta donde sé, no se meten en los hogares a menos que los hombres los introduzcan sin saber, porque estos pequeños entes “están vivos de noche y petrificados durante el día”, según me ha explicado doña Marta Cetina, vecina de Peto, a cuyo esposo uno de estos duendecillos le jaloneó los dedos una noche mientras intentaba dormir en medio de la selva.
En efecto, los hombres antiguos, sabedores de estas realidades, llaman al alux por su nombre completo: es decir alux k’at, con que aluden su estado de barro.
Son los montes intocados los hogares sagrados de estos pequeños seres, y es por esto que cuando un hombre va a talar un terreno para hacerse una milpa, se cerciora de agradar a los espíritus que habitan en esos lugares, haciendo las ofrendas pertinentes.
Los hechos ocurrieron a unos kilómetros de Peto, por Santa Rosa, Libre Unión y Catmis, en donde el esposo de doña Marta vivió un episodio que le hizo creer en la existencia de los aluxes.
Empleados de una constructora, cuatro hombres que llevaban material a un rancho ubicado en la baja selva tuvieron que dormir en el camino a causa de una avería en uno de los volquetes. Poco antes, colocado en una especie de altar improvisado a la orilla del camino, habían visto un muñequito de barro, tan curioso, “tan bonito”, que uno de ellos se acercó a tocarlo y, con algo de curiosidad y mucho de malicia, le dio unos pescozones.
En la noche los viajeros no pudieron dormir, porque apenas se acostaban alguien les jaloneaba los dedos. Se metieron todos en las cabinas, pero los visitantes inoportunos siguieron molestando a los intrusos.
Al agresor del muñequito le iría peor porque apenas al atardecer le había atacado una fiebre tan alta que alucinaba y veía escenas que describía y horrorizaba a los demás, pues “eran cosas que no debían verse”, cuenta Marta.
Un viejo que pasaba los interrogó y enterado de lo ocurrido los amonestó por quedarse a dormir en un lugar “con dueños” y ordenó al enfebrecido que si no quería morirse de calentura mejor volviera donde el muñeco de barro y en señal de arrepentimiento le pidiera perdón, le sobara con cariño la cabeza y se la besara.
Así se curó el agresor del alux, y sus compañeros creyeron en los pequeños dueños de los montes, que en el Mayab equivalen a duendecillos.
Una hermosa mujer serpiente
La Xtáabay existe y es una mujer hermosa que se convierte en serpiente. Mi madre la vio sobre una albarrada sentada un atardecer. Mi abuelo paterno la fustigó una noche que volvía de la milpa.
El ocaso es la hora terrible de la Xtáabay, del pájaro pu’ujuy y de las luciérnagas (xkóokay). Es la hora en que el alma se recoge, el momento de la reflexión, el momento cuando nadie desearía caminar por un sendero casi devorado por las xteses y el chi’ichi’bej.
Pobre del niño que camine en solitario al atardecer, cuando los grillos arrecian sus cantos, porque la Xtáabay lo seguirá discretamente de entre los matorrales y las albarradas, oculta por la noche que se espesa, lo chistará insistentemente para atraerlo a ella y se lo llevará a sus cuarteles.
Pero los chiquillos, advertidos por sus abuelos, no se dejan seducir y aceleran el paso y se persignan murmurando los nombres de Jesús, María y José.
“Dios mío, claro que existe. Yo la he visto”, afirmó con gravedad mi madre Donata una tarde en que la interrogábamos sobre la existencia de esa mágica mujer. “Cuando era yo una niña de cinco o seis años, mis papás me mandaron a comprar gas a la tienda. Era ese tiempo en que los papás ordenaban y uno obedecía inmediatamente. Anochecía y yo tenía miedo. No había gente en la calle, sólo una mujer muy hermosa que se peinaba el cabello con elegancia, sentada en la albarrada. Sonreía mientras me miraba. ‘Ven aquí’, me dijo con señas, y ya caminaba hacia ella sin pensar nada cuando noté que en lugar de dos pies humanos tenía dos patas de pollo.
“Pegué un grito y arranqué a correr hacia la casa, de donde salió a mi encuentro tu abuelo. Me introdujeron rápidamente, y mi papá, mirando a mi mamá, le dijo en voz baja que alcancé oír: ‘Ha visto a la Xtáabay’.
“Y no era imaginación mía. En esta calle, según los abuelos, otros la han visto peinándose, porque ella conservaba siempre hermoso su pelo largo, y personas menos afortunadas han sido secuestradas por ella y llevadas al monte, en donde son abandonadas a su suerte entre los espinos”.
Si usted, por obra de la mala suerte, de pronto se ve conducido por una mujer hermosa por una senda en donde no quiere transitar, ¿hay modo de escapar de ella?
Mi abuelo don Carmen pudo librarse una noche. Hombre rudo, de palabras fuertes y un poco de Emiliano Zapata, don Carmen era práctico y drástico.
Una mujer de pelo largo lo abordó cuando regresaba de la milpa y entablaron plática en el trayecto. Le pidió el favor de acompañarla a su casa porque le había ganado la noche haciendo un mandado. Mi abuelo notó algo extraño en la fémina mientras andaban y le pareció que a donde se dirigían no había sino planteles de henequén, a la salida del pueblo que se adentra al monte.
Vestía la mujer un hipil y llevaba el pelo suelto que no es muy común entre las mujeres mayas. De pronto empezó a peinarse y entendió que era la Xtáabay porque ella siempre se está peinando y constantemente cambia de peine, que es la vaina del fruto de un árbol cuyo nombre no recuerdo, pero que si me mostraran en seguida la reconocería.
Acto seguido don Carmen se inclinó y descalzó, y sandalia en mano golpeó repetidamente a la mujer hasta que ésta se redujo increíblemente en una serpiente verde (juntúul ya’ax kaan) que se deslizó velozmente entre las piedras y la maleza. De esta manera se combate a la Xtáabay. Ésta es la contra: golpearla con un xanab k ́éewel (sandalia con plantilla de piel y soga de hilo de henequén para sujetarlo al pie y al tobillo).
Muchos otros han visto a la Xtáabay y darían testimonio de ello. Muchos, con unos tragos encima, han sido llevados y abandonados en las sascaberas, otros perdidos en los montes de donde regresan varios días después, muchos con la ropa hecha jirones por su paso hipnotizado entre los henequenales.
Sin embargo, también muchos han visto al extraño ser caminar en una noche de luna y pasar junto a ellos, casi rozándolos pero ignorándolos, porque no tuvieron el propósito de abordarla ni malas intenciones.
Muchos darían testimonio de que la Xtáabay existe y que es una hermosa mujer pero, o bien lo callan por prudencia o callan por no poder contarlo.
Originalmente publicados en La mujer sin cabeza y otras historias mayas
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2012