Nota del editor: Este prólogo proviene de la nueva edición mexicana de La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo de Martín Cerda, publicada por E1 Ediciones. Abajo incluimos un resumen bibliográfico del libro y, a continuación, el prólogo escrito por Christopher Domínguez Michael
La presente edición de La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo, del autor chileno Martín Cerda, tiene como propósito invitar al lector mexicano a conocer y disfrutar parte de la obra de un maestro de la literatura hispanoamericana. Erudición y lucidez son, a partes iguales, componentes de esta obra, que en tierras sudamericanas se lee como libro de culto. La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo es festejado por partida doble con una nueva edición a los 40 años de su publicación en los pagos “del Ulises del papel, de la tinta, de las letras” (Alfonso Reyes).
La edición mexicana de La palabra quebrada corrige los errores ortotipográficos de la primera edición chilena, añade la traducción de las citas anotadas al pie de página, además actualiza la sección final de las referencias bibliográficas (todas estas indicaciones entre corchetes).
Por último, esta edición presenta un prólogo de parte del crítico literario mexicano Christopher Domínguez Michael.
Dice el escritor Gonzalo Geraldo: “La edición mexicana de La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo (E1 Ediciones) celebra no solo los cuarenta años de uno de los primeros libros en español que tiene como objeto el ‘centauro de los géneros’, de El alma y las formas de Lukács a los diarios de Jünger, de los idola de Bacon al Espectador de Ortega; sino también introduce en el público hispanoparlante la figura y la obra del crítico y ensayista literario chileno Martín Cerda (1930-1991), contemporáneo de autores como Juan García Ponce y Héctor Murena, quien ejerce un verdadero magisterio en la escritura y las ideas sobre la literatura, conminando a ‘despensar’ en un contexto atenazado cada vez más por los compromisos y prejuicios de la época.”
Martín Cerda (Antofagasta, 1930-Santiago de Chile, 1991) estuvo cerca de mí durante casi treinta años. Ignoré, empero, su cercanía. Sabía yo de él gracias a Escombros. Apuntes sobre literatura y otros asuntos (2008). Pero, cuando hace unos meses me pidieron desde Chile prologar una primera edición mexicana de su ópera prima, sentí una inmediata (y ahora veo que profunda) identificación, misma que se profundizó gracias a la lectura, poco después, de otro par de inéditos suyos: Surcos apenas visibles y Precisiones.
Y preguntando en Isla Negra ciertos detalles que me parecían confusos de la biografía de Cerda —pude saber que fue en 1975 cuando se exilió en Venezuela, país en el cual había pasado varios años a principios de la década anterior— me dijeron que nada menos que en Vuelta, cuando yo ya formaba parte de su consejo de redacción, apareció su obituario en enero de 1992. Este obituario, a título de homenaje, estuvo firmado por Guillermo Sucre, asunto inadvertido, en su momento, por mí.
Leyendo La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo y Escritorio (2005) pude ver que este segundo libro, cuya primera edición es de 1987, estaba dedicado a Julieta y Guillermo Sucre. Esto me estremeció por haber ocurrido nada menos que pocos días antes de la muerte de Guillermo, a quien nunca vi, pero me alentó, por escrito, de manera inolvidable, al publicar Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V (1997). Son coincidencias más que suficientes como para cultivar la fantasía que, desde entonces, Cerda ya estaba mirando lo que escribo a mis espaldas.
De tal forma que comienzo en La palabra quebrada el recorrido por la obra del ensayista chileno. No diré que sus temas y autores sean originales. No lo son. Del todo idiosincráticos, pertenecen a la biblioteca privada de todo lector sofisticado propio de la segunda mitad del siglo XX; por ello, la afinidad con Cerda tiende a ser casi promiscua: de Blanchot a Drieu La Rochelle, pasando por Walser. Y leyendo, más allá de La palabra quebrada, la obra ampliada de Cerda, resulta casi escalofriante la cantidad de autores esenciales de los que el chileno tomó nota, a veces sólo con una frase frecuentemente decisiva (maestro como era del texto brevísimo), como citador compulsivo de sus clásicos contemporáneos; y en otras ocasiones, pluma frecuente en Ercilla, La Tercera o PEC.
Cerda insistió en las páginas que sus contemporáneos escribieron sobre la Francia que va del existencialismo —alcanzó a ser alumno de Merleau-Ponty en La Sorbona— al posestructuralismo, llegando hasta los Baudrillard. Nunca, como lo fue para toda su generación, dejó de admirar a Sartre como el intelectual decisivo, si no es que “el último intelectual”, aunque el horizonte de Cerda estaba lejos, muy lejos, de apostar por el marxismo como la filosofía insuperable de aquel tiempo. Amó también a Barthes y dejó de amarlo para, al final, reconciliarse; no podía olvidarse de Walter Benjamin ni tampoco del joven Lukács, el de El alma y las formas (1911), la figura tutelar que guía a Cerda en el ensayo sobre el ensayo. También, como algunos, se fascinó por los escritores de la Revolución conservadora (publicaba artículos sobre Ernst Jünger justo cuando, en los años ochenta muy tempranos, en la Ciudad de México, Juan García Ponce y José María Pérez Gay debatían sobre Los acantilados de mármol y El trabajador).
Cerda me lanzó hacia la búsqueda, empezando por la pantalla, de autores del todo desconocidos para mí. Entre ellos, el alemán Felix Hartlaub (1913-1945), testigo presencial de la ruina del Tercer Reich, o el resistente noruego Petter Moen (1901-1944), quien murió en el mar embarcado por los alemanes hacia un campo de concentración, dejando un diario cifrado que Les Temps modernes publicitó en aquella posguerra. Observé (al final y con resignación malhumorada) que Cerda, como otros lectores fervorosos no sólo de Jünger, sino de Benn, Niekisch o von Salomon, reconociendo el horror de la Alemania nacional-socialista (nunca hay que borrar el segundo apellido de aquel régimen) y de su antisemitismo, prefieren no ir demasiado lejos en la eufemísticamente llamada “cuestión judía”. Alude a ella condenando ritualmente el antisemitismo y el Holocausto, pero apenas concede que un Louis-Ferdinand Céline, con Bagatelas para una masacre, fue, palabras más, palabras menos, un miserable. He creído hablar con Cerda, no en sueños, sino en pesadillas, y le he dicho que el verdadero horror en la oscura e inmensa grandeza de Céline es que su prosa, desde Viaje al fin de la noche, necesitó del veneno antisemita. Como en el caso de la filosofía de Heidegger, cuyos póstumos Cuadernos negros ya no admiten deslingar al pensador de sus fobias.
No faltan tampoco, en este álbum de familia, los otros represaliados que con mayor mortandad que los revolucionarios-conservadores alemanes, creyeron en la Unión Soviética, el otro espejismo: los Babel, los Pilniak, los Mandelstam. Algunos estamos obsesivamente dispuestos a volver a escuchar su drama, sobre todo si recordamos que Cerda escribe mientras un Solzhenitsyn está saliendo apenas al destierro hacia Occidente, donde pocos lo esperaban con los brazos abiertos y al cual llegó desengañado el héroe de Archipiélago Gulag, 1918-1956. Todos somos hijos del Terror, nos recuerda Cerda, citando a Rivarol.
En La palabra quebrada (1982), en Escritorio (1987) y en Escombros (2008), que es lo que en mi propia mesa de trabajo tuve de Cerda antes de ser provisto de otros inéditos, casi no hay menciones a la literatura chilena (y Cerda fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile entre 1984 y 1987). Pero estas están, dispersas, en otras partes de su obra aún por recopilar, lo publicado en La Gaceta, La Tercera y Las Últimas Noticias. Propone una lista que sorprenderá a quien no conozca a esas letras más allá de los premios internacionales: desde el cronista hoy plenamente recuperado —Joaquín Edwards Bello— hasta los poetas surrealistas venturosamente excéntricos del grupo Mandrágora como Teófilo Cid y Enrique Gómez-Correa, María Luisa Bombal vista por Ágata Giglio, José Donoso, Jorge Edwards y Juan Luis Martínez, sin faltar los recorridos por la tierra de los chilotes, a la cual, en el verano de 1999 y guiado por el poeta Gonzalo Rojas, nunca pude llegar.
Devoto lector de José Ortega y Gasset lo fue Cerda, como también de Reyes (el menos conocido, el lector de Mallarmé), de Uslar Pietri, del Borges cosmopolita (entendido como problema) y de Paz. Para nada fue Cerda ajeno a la ecúmene crítica de nuestra lengua: el suicidio del argentino Héctor A. Murena en 1975 no le fue indiferente, lo cual es una señal fúnebre entre iniciados. La única vez que crucé algunas palabras con Tomás Eloy Martínez, en un vestíbulo de hotel en Santiago de Chile, fueron aquellas, no previstas, sobre Murena. Pero vuelvo a Cerda: ni siquiera el Salvador Allende (1973), de Enrique Lafourcade, escapó a su atención.
Casi no hay página suya donde falte Ortega y el minucioso conocimiento que Cerda tuvo de las tradiciones francesa (sólo en Chile releen a Bourget según colijo gracias a Edwards, el feliz nonagenario, y hoy, al autor de La palabra quebrada) y alemana. Se originó, con nobleza, en un profundo conocimiento de nuestros clásicos modernos en español. Más no le puedo pedir a un escritor para quien precisamente el ensayo es y será la fuente de la crítica literaria. Por ello, planeó escribir sobre Rivière, Paulhan y Leiris pero también sobre Madame de Staël. Nada de lo que me interesa a Cerda se le escapa, lo cual lo ha convertido, para mí, en pan de cada día.
Maestro en su Montaigne, desde luego, pero también en Bacon (algo olvidado como otro de los padres del ensayo), Cerda ejerce una escritura sintética, un poco predecible, un tanto profesoral (nunca demasiado), siendo en su segundo libro, Escritorio, donde el chileno se toma las mayores libertades. Tras advertirnos, con Cid, “que la primera responsabilidad, la más elemental y primaria”, de un escritor, “es la de no publicar libros superfluos”, Cerda demuestra que Escritorio no lo es. “La mesa del escritor”, sostiene, “es, posiblemente, sólo un remedo degradado del scriptorium monacal, pero responde, de todos modos, al mismo principio”, recordando una carta a Rohde escrita a comienzos de la Guerra franco-prusiana por Nietzsche, donde “le decía a su fiel condiscípulo: de nuevo vamos a necesitar monasterios. Y nosotros seremos los primeros frates”.
El escritorio, para Cerda, es un mueble (conoce bien lo que sobre el mobiliario preburgués dijo Praz) y a la vez, dirían los posmodernos, un artefacto. Sus dimensiones, sus resquicios y rincones, lo convierten en metáfora de la obra, pero en cuanto lugar de la producción literaria (tal cual la entendía Valéry), es también el potro donde sufre quien mucho escribe o quien casi no lo hace. Cerda ve en la mesa de trabajo del autor (o del no-autor, insisto), no sé si un desorden geométrico o un empapelamiento barroco. Por su naturaleza de reino cerrado a impíos e inoportunos, le parece una estructura que arremeda al diario literario y no necesariamente íntimo —que en su opinión certifica en el siglo XX la enemistad entre la vida y la literatura— a la profusión sin fin de borradores, a la búsqueda inútil del Libro.
“La mesa”, concluye Cerda en Escritorio, es “el punto desde el cual el escritor organiza el espacio ceremonial de la escritura, circunscribiéndola como un orden laboral y, a la vez, proscribiendo de éste a todo aquello que, de un modo u otro, lo perturba y amenaza”. Notas de mesa también pudo llamarse “este librito sibilino” de Cerda que Sucre encuentra “algo teatral”, que “al mostrar su montaje al lector, va desplegando como una escenificación de tiempos y de tramas, los diversos rostros de un autor que sin embargo se oculta, dando siempre, eso sí, la cara”. Si Sucre tiene razón, puedo fantasear con una instalación del escritorio de Cerda en el Paseo Ahumada, obra ambulatoria del poeta Lihn, lo cual consolida lo que humildemente entiendo por chilenidad.
Habiendo decidido “volver a su país en medio de la férrea tiranía que lo gobernaba”, en vez de quedarse “en la entonces opulenta y ostentosa Caracas” donde Sucre lo había recibido en la editorial Monte Ávila, la vida fue cruel con Cerda. Su amigo chileno, cuenta el también poeta venezolano, encontró refugio como profesor en Punta Arenas, la ciudad más austral del mundo, acogido por la Universidad de Magallanes, donde redactaría su obra maestra, Montaigne y el Nuevo Mundo. Se mudó al sur y llegó con sus manuscritos y su biblioteca. Y en un día de agosto de 1990, la casa de huéspedes donde se albergaba, con todo y los bártulos de Cerda —hecha de madera como suelen ser las construcciones en las antípodas— ardió.
Quedó aquel sobreviviente en una indigencia paliada por algunos amigos, escribió Guillermo Sucre en el obituario aparecido en Vuelta. El ensayista, tras un derrame cerebral, falleció de un infarto el año siguiente. Cerda ya entonces parecía haberlo perdido todo, empezando por esa mesa de trabajo, el escritorio que era “la reproducción doméstica de la arquitectura del mundo”, según escribió este inusual mártir de la literatura, seguro como estaba de que “nadie está libre de quedarse solo”.
Sí aquí terminará la historia, mi prólogo, me parece, quedaría afeado por cierta nota romántica indigna de Cerda, porque tras el incendio, aún hizo él un “inventario” de los libros siniestrados y de los salvados del fuego. El ave fénix iba por lo suyo cuando al final lo alcanzó la muerte. Como en el caso del proyecto de la Arcadia, de su admirado Benjamin (quien, para bien y para mal, hoy podemos decir que fue el crítico más influyente de la centuria pasada), no sé si hablar de una “obra”, como lo hecho ante Cerda, sea apropiado. La suya es una ruina majestuosa, tan larga y rica como el más exhaustivo de los índices onomásticos, y tan pequeña y habitable como un buen escritorio lujosamente provisto de cajones y escondrijos.
Coyoacán, México, 8 de noviembre de 2021