Nota del editor: Este ensayo fue publicado originalmente en World Literature Today, Vol. 94, Nro. 4, otoño 2020.
Mientras la policía ciega a los protestantes en las calles de Chile, la mirada de poetas como Elvira Hernández se vuelve más importante que nunca.
Mientras escribo estas palabras, Chile está ardiendo. Arden las calles, los monumentos, los símbolos y signos de un sistema abusivo y desigual que se ha mantenido firme desde la dictadura de Pinochet. El pueblo clama “no más”; salen a las calles, a pesar de la violenta respuesta del gobierno. Ha habido muertos y heridos. Alrededor de doscientas personas perdieron la visión tras ser heridos por los balines disparados por la policía. En medio del caos, el grafiti ha cubierto la ciudad. El pueblo escribe sus demandas, su agotamiento, su poesía.
Imagino a Elvira Hernández (Lebu, 1951) leyendo los muros, anotando lo que ve en las calles de Santiago. El humo, el grafiti, la represión, el pueblo que exige; miles, millones de personas que exigen un cambio. Hernández comenzó a escribir poesía durante el régimen de Pinochet; poco después fue detenida por la policía secreta, que supuestamente la confundió con una guerrillera fugitiva. La liberaron a los cinco días y, poco después, empezó a escribir La bandera de Chile (1991), una colección de poemas que circularía por años de boca en boca, mediante copias mimeografiadas y hojas sueltas. El libro, escrito en 1981, fue publicado diez años después por una editorial argentina. La primera edición chilena no se imprimiría hasta el 2010.
Justo antes de La bandera chilena, algo se quebró. Más de una cosa, en realidad. El país, el pueblo, su lenguaje, su tradición poética. Tras el golpe de estado, Hernández dijo en una entrevista: “no podías escribir como antes. Habría sido como comerse un plato de comida añeja”.1 La vieja escritura, el estilo rimbombante de un Neruda con su voz de poeta profético, era inútil frente a la violencia política de un estado terrorista que se había tomado el país.2 Para ella, el modelo que más sentido tenía después del golpe fue el que instaló Nicanor Parra, mejor conocido como anti-poesía. Parra acercó las calles, la fealdad, el absurdo y las pequeñas cosas de la vida doméstica a la poesía, desafiando la idea del poeta como un pequeño dios, como creador de mundos nuevos, como el elegido para darle voz al mundo3.
El humor negro de Parra y su uso del lenguaje coloquial en la poesía fueron parte del material con el que trabajaba Hernández. El resto —y quizás la parte más importante— provenía de la realidad que la rodeaba y su particular forma de observar sus alrededores4. “No tengo otros ojos para ver lo que vi”, escribió alguna vez, pero su mirada es aguda y está profundamente inmersa en la realidad. Lee los signos del diario vivir —una bandera, un pájaro, los deportes, la llegada de los días y la caída de las noches— y crea con ellos imágenes inquietantes cargadas de intimidad; su voz es la suya propia y la del colectivo al mismo tiempo: “Nunca escuché ‘pequeño dios’ / menos ‘pequeño yo’. / Un grano de sal tiene que volver a su océano”. Hernández no es una poeta-profeta que habla por nosotros, sino una de nosotros, siempre intentando volver a su océano, donde estamos todos nosotros, nadando, siendo olas, espuma, peces, flotando e intentando no hundirnos. La diferencia es que Hernández escribe su camino de regreso. Y ese camino comenzó con la bandera:
No se dedica a uno
la bandera de Chile
se entrega a cualquiera
que la sepa tomar.
“La toma de la bandera”
La bandera de Hernández —o la forma en que ve y retrata la bandera de Chile— es una que no posee libre albedrío ni una subjetividad distintiva. Esta bandera — blanco, azul y rojo — no es más que un pedazo de tela que cuelga de un poste y que a veces arrastra el viento, de la misma manera en que ella fue arrastrada por las fuerzas de la historia. Escribo “ella” porque es así como Hernández ve a la bandera: una tela, un pedacito de tela al que maltratan como han maltratado a las mujeres en Chile y muchas otras partes del mundo:
La Bandera de Chile está tendida entre 2 edificios
se infla su tela como una barriga ulcerada —cae
como
teta vieja—
como una carpa de circo
con las piernas al aire tiene una rajita
al medio
una chuchita para el aire
un hoyito para las cenizas del General O’Higgins
un ojo para la Avenida General Bulnes5
A la bandera la cuelgan como a un paño de cocina en el tendedero de ropa, el resultado del trabajo femenino, de manos enrojecidas por el jabón, la fricción, el agua fría. No se enarbola alta ni con orgullo; esta bandera se hincha como un vientre desnutrido y se cae como el pecho arrugado de una mujer vieja y desgastada. Sin embargo, al mismo tiempo, ella —la bandera/mujer— debe estar lista para el público, el espectáculo, y también para recibir las cenizas de los Hombres de la República, aquellos que construyeron lo que ahora quema la gente, cansada del abuso, de ser tratada como algo desechable, de ser olvidada por tanto tiempo ante el frío, el miedo y el hambre. Porque a pesar de que Elvira Hernández escribió La bandera de Chile en los años 80, se lee como una obra contemporánea. “La bandera chilena es reversible… / La bandera de Chile / la división perfecta”, reza uno de sus poemas: y, a decir verdad, ¿no tienen todos los países un símbolo cuyo significado cambia según la perspectiva en que lo leas?
Ahora vemos a dos Chile distintos en la toma de la bandera. Un Chile lo hace desde La Moneda, el palacio de gobierno, e involucra solo a la minoría más rica del país, quienes no quieren perder sus privilegios, que se aferran a la idea de que fueron ellos quienes formaron el país. El otro Chile está mucho más poblado; es el país que ha visto desaparecer a la educación pública, donde el derecho a la educación se convirtió en privilegio; el mismo país donde la comida se compra con tarjeta de crédito y la gente mayor trabaja duro hasta sus últimos días, intentando sobrevivir con las míseras pensiones ideadas por el sistema neoliberal. Ese Chile es el que ahora enarbola su bandera con orgullo, mientras su pueblo reclama un orden nuevo y más equitativo.
Es complicado y no tendría sentido referirse a la poesía de Hernández sin mencionar la realidad chilena actual. Ella es una gran poeta de lo cotidiano en un país que forcejea consigo mismo, pero permanece de pie. Su mirada está siempre sobre él, en su tierra y su cielo, donde incluso se da el tiempo de contemplar las estrellas.
No vi el Halley el primer día …
No lo vi.
No lo vi.
Con mi cabeza hundida en los papeles
letras sin sentido, letras
y me perdí esa maravilla de frac
esa fiesta nocturna, esa revuelta oscurona, ah por
hacer trabajo extra y más trabajo
cobrar y recobrar dineros y hacer
contante y sonante
que el mundo siguiera existiendo para mí.
Este poema es de ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), una colección de poemas en donde habla sobre el furor que causó el cometa Halley en Chile durante el año 1986, la última vez que el cuerpo celeste cruzó el cielo terrestre. Hernández redirige la mirada del lector hacia lo que importaba entonces: el cometa cruza el cielo mientras abajo, en la tierra, la gente intenta alimentarse y sobrevivir a la dictadura. La voz poética en el poema intenta ganarse la vida y no tiene tiempo para mirar las estrellas. Está quizás demasiado consciente de lo que sucede a su alrededor, una realidad demasiado cercana para poder mirar hacia otro lado. El último verso reza: “Dicen que era una cabeza degollada apareciendo / sin nunca querer desaparecer”. Aquí, el cometa se transforma en la cabeza de una víctima de la dictadura, una de las miles de personas que desaparecieron a manos del terrorismo de estado, y Hernández entrelaza muy bien la banalidad del entusiasmo por el cometa — exacerbado por la televisión y la prensa — y los matices y horrores de la vida diaria en el Chile de la dictadura.
A veces, la carga sobre la que escribe es más difusa, casi imperceptible en el orden de lo cotidiano, como en este poema de El orden de los días (1991):
desvelos domésticos le nublan el día …
camisas tendidas son cuerpos azotados
la física no le da la mano al hombre
las ollas no se llenan sólo con agua
este día no termina
Nuevamente, la pobreza y el hambre son el centro del poema. Hernández puede escribir sobre los pájaros que ve desde su ventana, del cometa Halley, un viaje, Santiago… pero nunca deja de observar lo que aqueja al colectivo, aquel océano al que regresa, una palabra a la vez. Escribió en Pájaros desde mi ventana (2018) que “La poesía no es temática. / La poesía habla de todo al mismo tiempo. / La poesía es una caja de sorpresas”. La poesía de Hernández está, verdaderamente, llena de sorpresas, de ideas complejas y de los rincones oscuros de la rutina. Al repasar su obra, hay siempre una honda consciencia y compromiso político. Lo dijo al escribir acerca del golpe de estado: “Conjeturo que de nada habría servido saber que Goethe desaconsejaba al poeta interesarse en política. Estábamos en una región de América donde escribir y hacerse partícipe de la lucha latinoamericana de los pueblos se presentaba de manera indisoluble”. Pero, ¿qué sucede cuando la lucha nunca termina?
Tras la dictadura, los nuevos gobiernos democráticos de la centroderecha y, más tarde, la derecha, vistieron a Chile con elegantes ropas neoliberales, tal como lo hizo Pinochet durante el régimen. El país se enriqueció, pero la distribución de la riqueza fue desigual y favoreció solo a unos pocos, condenando al resto de Chile a la precariedad. La desigualdad se agudizó aun más. Y cuando la lucha no termina, la poesía como la de Hernández se vuelve políticamente perenne, pero sin llegar al sermón. Es eterna, con su dedicación a lo cotidiano, con sus sutilezas, su fealdad, pero también grandeza.
Esta mañana
con la luz matutina
la tarabilla ha llegado
a golpear la ventana oriental.6
Todavía creemos en los signos
Y nos internamos en el día
expectante.
Este libro sobre pájaros es —de momento— la publicación más reciente de una poeta cuya obra fue por décadas un secreto a voces entre lectores y escritores de poesía7. Es también uno de sus libros más íntimos. Podemos ver lo que ella ve a través de su ventana, o más bien, ventanas, pues los poemas fueron escritos en un periodo de cuatro años e incluyen algunos de sus viajes. Pero con Hernández no se trata simplemente de ver: siempre hay algo más detrás de las imágenes que transmiten su poesía. Por ejemplo, podemos imaginar la mirada que observa a los pájaros beber del rocío, pero esa mirada nos invita a contemplar algo más profundo. La mirada de la poeta se imagina a los pájaros pensando en la necesidad de transformarse en algo más, de volver a ser dinosaurios, más grandes y poderosos, listos para luchar contra quienes destruyen su tierra, su agua, sus cielos, es decir, el medioambiente chileno. Esta preocupación aparece en otro poema de la colección:
Desaparecieron los queltehues de Luis Carrera8.
Hasta su escondrijo llegaron
las podadoras eléctricas
las luminarias de jardín
los perros que bajan a orinar desde los edificios.
Desaparecieron
su figura elegante y
sus reverencias.
La poesía de Hernández nos dice una y otra vez que la poesía nos habla de muchas cosas a la vez. Habla acerca de lo que ve a través de la ventana, sobre sus cabezas, en las calles, en el estómago del pueblo. También nos dice mucho acerca de Elvira Hernández, que no nació como Elvira Hernández sino como María Teresa Adriasola. Eligió este pseudónimo para escribir poesía y dejar que Adriasola escribiera crítica literaria, pero Hernández se ha apoderado de toda su obra. Es ella, Hernández, en quien pienso al leer su poesía. Es a Hernández a quien imagino viendo Santiago arder, escribiendo lo que observa durante esos días, usando nuevamente su mirada para registrar la desconexión de la autoridad y la violencia. Ahora que la policía ciega deliberadamente a los protestantes, son ojos como los de Hernández, aquellos ojos de mirada profunda y que pueden decir a los demás lo que ocurre en realidad, los que se vuelven más importantes que nunca.
Bergen, Noruega
Traducción de Antonia Alvarado
1 Carolina Solari, “La poeta ultra secreta”, Revista Paula, septiembre de 2017.
2 Elvira Hernández, “Gente del 73”, Guaraguao, año 9, no. 21 (Invierno 2005), 89-99.
3 Vicente Huidobro (1893-1948) fue un poeta chileno de la vanguardia que creó el movimiento conocido como creacionismo, en donde se instaba a los poetas a ser pequeños dioses al crear mundos nuevos mediante la palabra.
4 Durante la dictadura de Pinochet, hubo un gran grupo de poetas escribiendo desde Chile y en el exilio. La obra de Elvira Hernández ha sido considerada parte del grupo denominado como la neo vanguardia. Otros poetas considerados de la neo vanguardia son Juan Luis Martínez, Soledad Fariña y Carlos Cociña.
5 Elvira Hernández, Los trabajos y los días, Lumen, 2016.
6 La tarabilla es un pájaro común, cuyo nombre científico es Saxicola torquatus.
7 En 2018 recibe al fin su primer premio literario importante en Chile, y casi al mismo tiempo, fue galardonada con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Aunque no es que esto le preocupe demasiado.
8 Los queltehues son pájaros comunes en Sudamérica. Forman parte de la familia de los vanelinos.
Antonia Alvarado se encuentra completando una maestría en Español en la Universidad de Oklahoma. Cuenta con títulos en Literatura (Universidad de los Andes, Chile) y Educación (Universidad del Desarrollo), y se ha desempeñado como docente de escuela secundaria y como instructora de idiomas en Chile y España.
Fotografía: Elvira Hernández, poeta chilena, por Luis G. Collao.