The many men, so beautiful!
And they all dead did lie:
And a thousand thousand slimy things
Lived on; and so did I.
Coleridge
I
El más apto frota gel en sus manos como si puliera un trofeo;
de las farmacias arrasaron las mascarillas
que protegen contra el miedo;
en el súper los estantes devuelven una sonrisa fantasma,
ni dientes, lengua ni labios.
Guardamos la distancia, dos metros infinitos nos alejan,
en la avenida rebotan
los ecos remotos de un paseante,
se escucha algún pájaro extinto,
no hay cadáveres pudriéndose al sol
ni improvisadas piras en las aceras ni en los parques
(en el Palacio de Hielo no hay patinadores pero está a rebosar),
un silencio bien custodiado nos vigila.
—¿Quién es el último? —pregunta el joven a la fila dispersa.
Nadie responde. Nadie habla
aunque no está prohibido.
Todos elevamos en oración las manos cubiertas con látex
y protegemos los endebles tapabocas.
El joven ríe y muestra unos dientes inocentes,
no lleva guantes ni mascarilla,
el futuro le pertenece.
Aún ignora que la muerte viaja en las palabras.
Un silencio bien custodiado nos vigila
II
La mujer sonríe y los ojos son casi dos rayas,
el hombre recibe la taza de sopa:
¿tienen la culpa de que el mundo corra tanto
y que aviones, trenes, autopistas se despeñen?
III
Los troncos desnudos transparentan el cielo,
las calles son calzadas exclusivas para el viento
que juega con las Cuatro Torres
como si estuvieran hechas de papel
—quizá lo estén al fin y al cabo—,
la inmensidad que anida en los palacios
remeda a un bufón sin corte en la ciudad vacía.
IV
Y pensar que ni siquiera llega a célula,
y pensar que la vieja preparó la sopa de hace quinientos años o más
y él la comió con un hambre de comida y de memoria.
V
El jinete yace por tierra,
una piedra deleznable
o quizá
un capricho de la tierra calcinada.
Una minúscula mezcla de proteína y ARN
vacía el mundo y nos devuelve a un pasado sin turismo,
de estatuas que relajan la pose
—merecido descanso después de tanto siglo—
o cuadros que se miran a sí mismos;
hace saltar rutinas o empeños, el destino, pues,
de quienes horas antes…
me confundí en una torre de palabras
—yo, tú, él, ella, lo, nosotros, ustedes, ellos, ellas—
con la palabra hombre.
La torre se inclina,
quizás caiga, ojalá caiga,
yo, ella, lo impreciso, la imprecisa,
el impreciso, la cosa viviente,
inerme pero con futuro,
yo soy el fracaso de la humanidad,
pero también su última baza
como el huésped moribundo para el virus,
la soledad incontrastable
a medio camino entre el bestia y la Bastilla.
VI
Los convoyes avanzan por las calles doblemente desiertas
en madrugadas en que no canta el gallo.
Marchan lentos, no hay prisa,
a los que llevan no van a ningún lugar
y desde hace tiempo nadie los espera.
No hay flores ni cánticos ni procesiones.
VII
La mayor proeza del héroe es ser hombre:
Ulises tuvo que visitar a los muertos,
llorar junto a su difunta madre
y padecer el eterno rencor de Áyax
para volver a casa;
Gilgamesh al final sabrá que su vida
fue un soplo ante las magníficas murallas
y la larga travesía en pos de la inmortalidad
lo devolvió a Uruk con las manos vacías;
incluso la cólera de Aquiles cede
y devuelve el cuerpo de Héctor a su padre.
El destino del héroe es ser hombre,
pero el nuestro
es ocupar por un breve instante el lugar de aquél
y recitar las hazañas de Ulises, por ejemplo,
como quien lee una autobiografía.
VIII
Además de los pájaros extintos
y los aplausos de las 8 de la tarde
(¿aplauso o golpes?),
las sirenas de ambulancia son la otra voz del silencio.
Cruzan calles vacías, océanos infernales,
noche y día una larga noche
de una negrura apenas rota por un pálido resplandor:
cuán profundo es el abismo
asomados a la ventana,
la música hipnotiza a fuertes y débiles por igual.
Los héroes no sobreviven al final de la jornada:
no hablábamos de la Odisea,
la cera de la miel no acalló a la muerte
ni el mecate amarró vida y voluntad al mástil.
Mascarillas, batas blancas y verdes, guantes
con dedos desinflados,
pulmones infectados de agua maldita,
cabelleras confundidas con algas
y dientes como espinas de pescado pulidas por el hambre
flotan sobre la corriente oscura
que va y viene en el cielo sin ventanas.
IX
Quiero ir al centro como un fantasma,
no cualquier fantasma,
no la mísera sombra de mí,
quizá el sordo fantasma de Hamlet o las brujas de Macbeth
o las once almas que recitan Despair and die, Despair and die,
desespera y muere, junto a los exhumados o nunca hallados,
los vencedores o caídos de toda España
en una guerra donde el odio aún se sirve en bares con tapas y el buen Rioja.
Un espectro que desaloja el cielo, pincha los ojos, envenena el oído, convierte en ceniza lo que toca,
y con los cascos de su caballo borra el tenue trazo,
tiza blanca sobre polvo,
entre los vivos y los muertos.
Quiero ir al centro, prohibido hasta el verano.
El planeta se inclinó alrededor del sol,
la noche larga arrastra la cola de su vestido sobre el norte
—novia negra de días breves—.
Regresaron las ambulancias y el otoño;
interminables caravanas de taxis sin pasajero:
LIBRE suena a maldición;
SE VENDE, SE ALQUILA, CERRADO HASTA NUEVO AVISO antaño tiendas;
furgonetas negras,
no carrozas con coronas y lazos, no hay falso oro ni falsa plata
en estas furgonetas;
hojas podridas, mascarillas y guantes sin dedos ensucian las aceras,
cada uno puede ser la muerte del otro;
se cruza la calle, la respiración contenida,
se mascullan oraciones con fe o vergüenza.
Solo los fantasmas pisan con pie de plomo charcos y no resbalan,
hablan más alto que las sirenas
el miedo los abandonó junto a la carne.
Quiero ir al centro prohibido como un fantasma,
no una cobarde sombra de mí que solo muere por mí.
X
Al atardecer ojos azules despuntan en la bóveda gris:
¿serán los ojos de algún santo que de tanto ser hombre se hizo Dios?
¿Serán los ojos del sabio Edipo que adivinó el secreto de la Esfinge
pero no a su madre
y en condena recibió la ciega videncia?
¿A qué fantasma pertenecen los ojos que rompen el cielo
y nos vigilan como erráticas gotas de esperanza?
Al anochecer la luna llena los huecos,
en algunos costeados motean sonrisas negras:
cada una nos absuelve de vivir.
Del libro inédito La muerte viaja en las palabras