El aguacero edificable
La música cambia nuestras paredes
Las retuerce hacia dentro
—Se desmide por las extremidades de las sillas
Y se saluda a sí misma
Dando tiros de gracias
Con trompeta
(Sí, Armstrong, tienes razón,
hizo la noche demasiado larga,
nos dio vida con amor)
Trompeta que enreda la cuerda de mi cabeza
Que se desgrana en este momento
Para hablar
Des cuidadamente
Con el balanceíto aquél
(Ray, llévanos con tu vara ciega
por la Zona Peligrosa de la Mente
y sorpréndenos otra vez)
Nena yo lo oigo por ti
Caigo como un cigarrillo en mis manos
Encendidas
Se dice que estoy en trance
Como si estuviera entrando a tu guarida
(I’m walking through heaven with you,
repitió Jimmie con los pies listos a danzar)
Sordina
con
Limbo
y
Sonido
de
Nada
(Todavía predicas como un sermonero, Bubber)
Se la traga entera
El que no crea
Que estoy chiflando melodía
Con Thelonious Monk
Y Charlie Parker
Y todos los muchachos que vinieron esta noche
A mi habitación con la cuenta del alumbrado como serenata
What do you say?
Silencio
Ellos cantan
Brisa
El sólo movimiento de una hoja en el limonero puso en actividad
toda la casa
A ras de suelo un leve humo disipó sus sombras y dejó al descubierto
el dulce ladrillo de los antepasados
El antiguo fantasmero de caoba fue puras risas entrecortadas y pasos blandos
como guantes
Las vigas en el techo y el soporte de las arañas temblaron como una trapecista
en celo de tendones
Apagada estaba ya la vela en el altar contra el rincón y no se movía¬-
Al borde y al centro de una pantalla de adobe habían ahora puertas
y ventanas en vaivenes de secos golpes y monótonos
Paso tuvo el sol que quedaba restando y sumando por los postigos
y los portillos
En la fragilidad de sus lazos y la corredera del hilambre la hamaca dijo sí
o dijo no
Corrió veloz la mariposa única hasta el escaño deshuesado y sólido
que esperaba en el corredor
Y desde allí la ahumada cocina hizo leve muestreo de rescoldos y cenizas
Viejas ollas en depósito de sentencias y perfumes
Desierto de áridos granos y legumbres florecidas
Leña ya en el musgo y el renacimiento de las parásitas
Tardo hueco del fogón y su encanto
Platos y tazas desportillados por un constante repique de los usos
Pocillos en la pared como una interrogación colgando
Por el patio donde se desvanecía el acento trinitario y el punto aparte
de las gallinas
caminó como un murmullo que no era sino roce y frotación de pieles
desnudas por la hierba
El cielo se sostenía en un meridiano preciso que era una nube gris
y muchas blancas más azul
Fue sólo un múltiple movimiento de pies como las hojas cortadas
del plátano
Un sólo movimiento en esa tarde
Pero al detenerse el limonero
Todo en aquel sitio continuó como antes
Strip Tease
A veces pienso que la vida lo va desnudando a uno. Yo, por lo menos, me he quedado sin ese zapato que caminó por la avenida séptima de Bogotá una noche salida del interior de un tiempo adelgazado por las esperas; la chaqueta de cuero, de origen dudoso, se despedazó contra el respaldar del bar donde el bohemio infiel empalidecía de aguardiente todas las noches; una camisa que no había pintado Rolf, el alemán, acabó como trapo sucio en un apartamento de Valle Abajo; mis pantalones de vaquero murieron congelados en los páramos de Mérida todavía con la bragueta en perfectas condiciones; un roto de bala en el pecho tenía la camiseta a rayas cuando la perdí de vista en Puerto La Cruz; los pantaloncillos terminaron haciendo cama para Agapi, la gata blanca de Sebucán. Es extraña esta vida que nos desnuda y nos viste de otro, tiempo tras tiempo.
Haz de ascetas
Qué tanta cruz y tanto signo
en la iconostasis de la iglesia de la Transfiguración
en Pantocrátoras.
Todo aquel que hizo piltrafas del cuerpo para engordar el alma,
camina por estos cielos frescos pintados por Panselinos:
San Antonio de Memfis, padre de los padres del desierto,
sirvió a Dios hundiéndose en la oscura vida de las cavernas;
San Pacomio, modelador de eremitas a imagen y semejanza de los monjes que son ahora y para siempre;
San Macario el Grande, estigmatizado, 60 años en el desierto, padre de la danza macabra;
San Pablo de Tebas, cien años interno en una cueva hasta que San Antonio lo enterró en el desierto ayudado por dos leones;
San Moisés el Negro, rufián convertido a Dios y monje del desierto;
San Onofrio, cuyas barbas tocaron el suelo de esta tierra y lo enredaron para siempre en la profundidad de su caverna;
San Simeón el Estilita, encaramado para siempre en una pilastra de cinco metros, en el pie izquierdo un año, en el derecho el otro. Una soga hundida en la carne podrida de su cuerpo, y de ella se desprendían los gusanos: “Comed lo que Dios os ha dado”, les decía con su bendición;
San Daniel, a su lado, como sombra del que no tiene sombra.
La larga fila de eremitas y anacoretas
—San Nilo, San Efraín, San Moisés, San Pedro el Athonita,
San Pablo de Xeropotamou—
se pierde en la oscuridad y en los años borrosos de la iconostasis,
pero allí está con humildad y soberbia
todo aquel que hizo infierno de la vida a tormento,
para ganar un cielo dulce como higos maduros,
una eternidad de boca abierta frente a Dios.
No por histórico y egipcio
No por histórico y egipcio
el griego Konstantino Cavafis
olvidó que la historia
empieza el día que vivimos,
y que Alejandría es arena
como mar y viento.
En el rostro bizantino de un efebo
vio el dios escondido de los antiguos,
y en los meandros del tiempo
se abrió para él
la misma luz que nos ilumina.
Sabía que su griego era lengua
de palabras que se crean en el mar,
las cuales al emerger devienen islas,
y por sus ojos vimos cómo se disolvió
el gozo, el placer de la vida misma
en esta tierra de milenios,
gracias al advenir del dios único,
el de los ojos al cielo
para ascesis y tormentos.
Del libro From the Air to the Hand / Del aire a la mano, ArtePoética Press, Nueva York, 2021
Foto: Armando Romero, poeta colombiano, en Venecia.