Me faltaban trescientos dólares para comprarle un ataúd a mi padre, y no sabía qué más hacer. Lo había intentado casi todo: escuché el discursito insufrible que me dio el dueño de la Funeraria Boulevard sobre la durabilidad de los ataúdes más costosos; rogué inútil por un plan de pago; escogí el ataúd más barato y le pedí un adelanto a mi jefe de redacción, pero me lo denegó porque yo no era empleado regular, sino un simple free lance. Busqué en mi celular y no supe a quién llamar: no tenía hermanos; mi madre vivía en Orlando con su nuevo esposo, mis tías estaban muy viejas como para pedirle dinero; mis amigos más cercanos estudiaban literatura o daban clases en colegios católicos y Raquel me había abandonado por otro. Tampoco podía vender mi Corolla porque sencillamente no era mío, sino del periódico y habían firmado un papel en el que yo me hacía responsable por choques, robos, incendios, cristales rotos y rayados. Además, tenía que entregarlo con el tanque lleno. Así que volver al periódico no era una opción para mí; decidí quedarme en Levittown hasta que consiguiera el dinero.
Abrí una cajetilla de cigarrillos en el estacionamiento de la funeraria y fumé recostado de la jardinera para ver qué se me ocurría algo. Debían ser las diez, tal vez las once de la mañana, y lo único que pensé fue maldecir a mi padre por haberse muerto –ahora y no antes– después de jodernos la vida a mi madre y a mí metiéndose toda la heroína del mundo. No sé si fue la rabia o la resignación, pero mientras fumaba recordé su revólver: un viejo magnum que mi padre había traído de Vietnam. Creí que podía venderlo o empeñarlo y con eso tal vez podría comprarle un ataúd decente. Estaba seguro que todavía guardaba el revólver en el mismo lugar de siempre: debajo de su cama en una caja de zapatos donde tenía fotos de su boda con mi madre.
Tiré la colilla a la jardinera, entré a la funeraria y le dije al dueño que le conseguiría el dinero del ataúd al otro día. “Tienes hasta las siete de esta noche”, dijo tapando el auricular del teléfono. Parecía que hablaba con otro cliente. Abrió la gaveta de su escritorio, sacó una calculadora, escribió en un papel una cifra y me pidió que le diera unos minutos. Luego hizo una señal para que me sentara frente a su escritorio. Fue inevitable no escucharlo: parecía que había muerto un niño o algo así porque hablaba de medidas y de ataúdes especiales más costosos que cualquiera de los ataúdes más baratos para adultos. Lo hacía bien, no lo niego: su voz sonaba profesional, pausada y suave, aunque repetía las mismas frases que usó conmigo cuando llamé.
No sé cuánto esperé, pero fue lo suficiente como para aborrecer los cuadros con versículos bíblicos y las cruces que colocan en las oficinas de las funerarias. Tan pronto colgó, se disculpó como se disculpa alguien calvo, gordo y que se tiñe la barba de negro todas las semanas. Explicó que el cuerpo de mi padre llevaba casi dos días en la funeraria y que por ley no podía tener un cuerpo por más de tres días. Le pregunté al dueño de la funeraria si podía hacer una rebaja y dijo que ya la había hecho. “Sin ataúd no hay entierro”, dijo serio y decidido. Me levanté de la silla con rabia, y sin querer le di al escritorio y tumbé una foto familiar que estaba al lado de la computadora. No lo arreglé y antes de marcharme dijo que no olvidara comprar la ropa para el cuerpo de mi padre. “Debe ser nueva”, dijo, “incluso la ropa interior”. ¿Por qué carajo hay que comprarle ropa interior nueva a un muerto? Lo requiere la ley, dijo o se lo leí en el rostro, y salí pensando en la única cosa que podía pensar en ese momento: el revólver de mi padre.
La casa de mi padre quedaba a dos cuadras de la funeraria, en la marginal de la carretera 165. Hacía dos o tres años que no pasaba por allí. La última vez fue cuando mi padre me llamó desesperado porque no se encontraba las venas. Casi todas las casas que quedaban por allí se habían convertido en negocios de comida o en iglesias independientes. La única casa que quedaba con el diseño original era la de mi padre. Él fue de los primeros en comprar: le dieron un buen precio por ser veterano a principios de los setenta, cuando Levittown ya era lo que es hoy: un suburbio para gente de clase media baja o para nuyoricans que decidieron regresar. Pero a mi padre le gustaba decir que a los ricos no les gustó Levittown y que por eso se fueron. “Esto ahora es de nosotros”, decía. “Podemos ir a pescar al lago artificial cuantas veces nos dé la gana.” Nunca fuimos.
La casa estaba abandonada. El pasto estaba alto y amenazaba con entrar por las ventanas. El viejo Datsun sin motor y sin nada parecía el caparazón de una langosta que Dios no se atrevió a comerse. Siempre guardaba una llave en mi cartera, pero no la tuve que usar: la puerta estaba media abierta y cuando entré había un televisor roto casi en la entrada, como si alguien se le hubiera caído mientras intentaba abrir la puerta. El techo filtraba agua y el empañetado estaba desprendido; las varillas oxidadas parecían raíces de un árbol aéreo que busca tierra firme. Había baldes para goteras por todos lados y charcos de agua.
En la sala había una pecera en el suelo con piedritas azules y sin agua, pero con un buzo de juguete al lado de un cofre con oro plástico despintado. Al lado una bocina de componente, marca Pioneer, un tocadiscos y discos de vinil mojados. La cocina era una pocilga. La nevera no estaba, los gabinetes amenazaban con caerse, y en el fregadero había un ejército de latas de atún viejas y abiertas que le servían de cama a una rata muerta, ya casi esquelética. La última vez que hablé con mi padre se quejaba de las ratas, que había demasiadas, más que en Vietnam, decía: “Han hecho demasiados negocios por aquí de fritanga, pizza, ostras y almejas, y el olor las atrae. Los otros días llamaron a la policía porque supuestamente yo me la pasaba disparándoles a las ratas… Pendejos: ni que tuviera tan buena puntería.”
Entré al cuarto para ver si encontraba el revólver. La cama no estaba. En su lugar había un catre militar, ropa fuera del gavetero y una columna de discos de vinil, en mejor estado que los de la sala, como si fuera una mesita de noche: una lámpara sin bombilla reinaba sobre un disco de Jimmy Hendrix y una novela de vaqueros de Elmore Leonard. A mi padre le encantaban los vaqueros y nunca supe por qué. Todavía me parece verlo en una hamaca leyendo con su pose de hippie: una cola de caballo canosa y barba de una semana. Al lado del catre encontré zapatos, ropa húmeda, vieja, y un bulto para bates de béisbol marca Wilson. Adentro había dos bates, mi viejo guante de béisbol y una gorra de Los Calamares de Levittown. Lo cerré y lo puse cerca de la puerta para llevármelo como si supiera que eso fuera lo único que podía heredar de mi padre.
Miré debajo del catre y encontré la caja de zapatos. Me alegré de que todavía estuviera allí. Recordé las veces que, sigiloso, yo abría la caja y sacaba el revólver. Era negro y pesaba. Le apuntaba a todo lo que se movía: sapos, lagartijas, moscas, hormigas, cucarachas, ventanas, nubes, y a Dios (en ese orden). Mi padre nunca lo supo: la marihuana lo ponía soñoliento, el alcohol lo hacía roncar y con la heroína era realmente invisible. Nunca jalé el gatillo, pero ahora pienso que debí hacerlo. Quizás así las cosas hubieran sido de otra forma, incluso hasta con Raquel.
Cuando abrí la caja no vi el revólver. Solo había casquillos, fotos, papeles guardados en bolsas ziploc, y caca de ratas. Fui al carro y busqué guantes; siempre tenía por si acaso llegaba a una escena de asesinato o de accidente fatal antes que los policías. Me senté en el catre a rebuscar. No quise mirar fotos; no tenía mucho tiempo. De todas las bolsas ziploc, solo una no tenía fotos. La abrí pensando encontrar documentos, pero lo que hallé fueron recortes de periódicos doblados y amarillentos. Cuando los saqué vi que allí estaban todos los artículos, reportajes y notas policiales que yo había escrito en el periódico. Odié ver mi nombre repetido debajo de aquellos ridículos titulares que yo nunca escogía: “Mueren cuatro calcinados en Noche Buena”; “Descuartizan a joven madre”; “La primera Masacre del año”; “Mató a su familia, pero no pudo suicidarse”. Encontré algunos más, pero los guardé en la ziploc y extrañé a mi padre cuando llamaba por teléfono orgulloso por su hijo periodista. ¿Cómo carajo podía emocionarse por eso?
Le puse la tapa a la caja de zapatos, cogí el bulto para bates de béisbol, algunos discos –los cinco que podía salvar– y el tocadiscos para ver si podía sacarle algo de dinero. Los puse en el baúl, subí al Corolla y pasé por la Avenida Boulevard buscando una casa de empeño.
Algunas cosas no habían cambiado: el tanque de agua seguía en el mismo lugar. Arriba todavía decía “Levittown, Toa Baja”. Recordé que mi padre decía que el tanque parecía un calamar gigante, como esos que aparecían en las películas de los cincuenta y se comían parte del barco y los tripulantes le cortaban los tentáculos con hachas y se llenaban de tinta. Seguí buscando: clínica dental, Gomicentro, Tacolandia, Los cerditos, Wah Lunng, Levittown Mufflers, Cariños Pizza, Laboratorio Boulevard. Encontré una casa de empeño entre dos bares cerrados; uno de ellos estaba abandonado. El dueño era un anciano flaco, podría decir hambriento. Debía tener setenta años o más. Saqué los discos y el tocadiscos y los puse en la vitrina: uno de Jimmy Hendrix, tres de Bob Dylan y dos de Dizzy Guillespie. Cuando los vio me miró por encima de los espejuelos: “¿Eres hijo de Manny?”, preguntó. Le dije que sí con una sonrisa; hacía tiempo no escuchaba su apodo. “Tu papá intentó venderme todo eso hace unos meses.” Le dije que había muerto y no me creyó. Dijo que mi padre lo había engañado muchas veces y que no se iba a tragar ese cuento. “Cuando vea a tu papá en la caja entonces creeré que está muerto”, me dijo. No tenía energías para comprobarle que estaba muerto, al fin y al cabo no podía invitarlo ni al velorio. Recogí los discos con resignación y cuando estaba a punto de salir me detuvo. “Te voy a ayudar a ti, no a tu padre”, dijo. Y lo puse todo otra vez en la vitrina. Pensé quedarme con algo, quizá con uno de los discos de Dizzy.
Recuerdo el día en que mi padre compró las taquillas para ir a ver a Dizzy. Le dije que sí, pero poco antes de salir al concierto me llamaron del periódico. Tenían una emergencia y no había quién cubriera un doble asesinato en un motel en Toa Baja. Mi padre comprendió. En realidad no fue un doble asesinato, sino un matrimonio que murió asfixiado por monóxido de carbono. Querían hacer un trío y la mujer que esperaban demoró demasiado. Al parecer dejaron el carro encendido y murieron. Todavía recuerdo los cuerpos, las entrevistas que hice, la mujer que encontró los cuerpos y el maldito titular que le pusieron: “Querían hacer trío en motel y terminaron muertos”. Mi jefe lo puso. Le grité moralista y pendejo y no sé qué otras cosas más. No me despidieron porque -me imagino– no se puede ser algo peor que un periodista free lance. Tuve que aceptar el titular a regañadientes. Mi padre no me llamó cuando salió publicada la noticia, como siempre hacía; fui yo el que lo llamé. Nos dimos unas cervezas en el bar La peseta y fuimos a comprar marihuana cerca del parque: fui yo el que se lo propuse y fue la primera vez –y la única– que fumamos juntos.
Como necesitaba el dinero, dejé el disco de Dizzy junto a los otros. El viejo de la casa de empeño me dio setenta dólares por todo. Los acepté como un favor, aunque sabía que si hubiera ido a un coleccionista le hubiera sacado por lo menos doscientos dólares. Antes de irme le pregunté si por casualidad mi padre había ido por allí vendiendo un revólver. Dijo que no, que él no compraba ni vendía armas, que para eso tenía que ir a Sabana Seca o a Candelaria, pero no me lo recomendaba. Di las gracias y salí.
A las tres de la tarde todavía me faltaban doscientos dólares para comprar el ataúd. Eso sin pensar en la ropa nueva; había pensado en una guayabera o una camisa de béisbol, que no fuera de los Yankees, por supuesto. Manejé por la Boulevard sin rumbo. No sabía qué más hacer. Llamé a redacción y le dije a mi jefe, con algo de sentimentalismo, que mi padre había muerto, que estaba en Levittown, que necesitaba dinero para el funeral (no quise darle detalles), y que por favor me asignara algo, cualquier cosa, que yo lo escribiría al momento. “¿Y tu padre ya no se había muerto?”, dijo. La pregunta era legítima: mi padre llevaba años en los que casi se moría por sobredosis. “Pero esta vez fue la definitiva; ya no se iba a morir más”, le dije. Hubo silencio en la línea por un momento y dijo que creía que tenía algo, que estuviera pendiente y me ofreció una esquela gratis. Le di las gracias y lo mandé al carajo. “No estoy jugando, Vargas”, le dije. “Yo tampoco”. Contó que cuando su padre murió gastó una millonada: “Fueron cinco mil, Dani. Tuve que hacer un préstamo de emergencia en una financiera de mierda y me dieron los chavos porque tenía permanencia en el periódico.” Después del pésame, dijo que estuviera pendiente del teléfono, que iba a hablar con el de policiales y me llamaba.
Paré en la gasolinera Shell de Lago Vista. Y mientras echaba gasolina deseé que ocurriera una tragedia. Miré hacia el carro que estaba a mi lado y vi un señor llenando un envase de gasolina y quise que rociara a la mujer que estaba en el asiento delantero, luego que él se echara por encima, sacara un encendedor y se prendieran en fuego. Luego pensé en un asalto, en un accidente fatal en la Boulevard, en una familia completa ahogada en el lago artificial, en un tiroteo de carro a carro. Antes de sacudir la pistola de gasolina pensé que mejor sería cubrir una masacre, porque las pagan bien, porque la gente compra más el periódico cuando eso pasa, y uno los escucha decir que las cosas están malas. Fue la primera vez que me sentí otro. Que las cosas ya no serían como antes.
Puse el tapón de gasolina, subí al carro y pensé en mi padre; en la muerte y en mi padre, porque la primera vez que pensé en la muerte andaba con él. Fue una tarde de verano, poco antes del anochecer, y mucho antes de que le diera con regresar con mi madre. Yo tenía siete, tal vez ocho años, y caminábamos por la orilla de la carretera 165, esa que conecta Dorado con Levittown. No recuerdo cómo estábamos vestidos; sí recuerdo el pastizal a un lado, y el mar al otro. En una mano mi padre cargaba un envase de gasolina rojo, y en la otra mi mano. Aún hoy, si cierro los ojos, puedo ver mi mano dentro de la suya, su mano gruesa y callosa. Y lo recuerdo porque apretaba fuerte, como si hubiera acumulado en algún lugar de sus huesos todas las veces que nunca me tomó de la mano, o como si no quisiera enseñarme nunca la línea exacta entre la caricia y el crimen. No importaba que su carro se hubiera quedado sin gasolina, ni lo peligroso que resultaba caminar por la orilla de aquella carretera solitaria, mucho menos la distancia que nos faltaba por recorrer. Yo solo quería que no me soltara nunca. Solo quería que la noche nos sorprendiera así, tomados de la mano.
*
Cuando estaba a punto de abandonar Levittown, recibí una llamada de la redacción. Dijeron que estaba de suerte, que habían matado a alguien en la Urbanización Camino del Mar, en la 165. “Quiero buenas fotos, Dani.” Dije que no había problema, que las tomaría con el celular y que las enviaría junto con la nota. Apunté el número de la casa y fui hasta allá. El corazón me latía fuerte, casi podía ponerle nombre a cada latido, y cuando me puse el carnet de periodista juro que hasta el plástico y la foto también latían.
Supe cuál era la casa porque había una patrulla y en la puerta un policía hablaba por celular. Parecía que hablaba con una amante o algo así, porque sonreía como cuando uno intenta convencer a una mujer de su propia belleza. Me dejó pasar cuando vio mi carnet: “Está atrás en el patio cerca de la piscina. No toques nada”, dijo. Cuando dijo está atrás me decepcioné porque tenía esperanza de que fuera más de un muerto. Solo rogué que no fuera un niño ahogado en una piscina. Una vez me tocó cubrir uno y llamé a Raquel casi llorando diciéndole que quería llenarla de hijos, pero que nunca pondríamos una piscina. Creo que desde ese día todo comenzó a joderse.
La casa era lujosa, parecía que el dueño era doctor, ingeniero o dentista. No había huellas de violencia adentro, pero sí de que hubo fiesta. Había platos de comida en la cocina y en el comedor; picadera, tostitos, guacamole, salsas llenas de moscas. Tan pronto salí al patio me encontré con una mujer muerta en el suelo, boca abajo, en traje de baño, justo a la orilla de la piscina casi a punto de caer al agua, como si se hubiera arrastrado para esconderse en el agua o intentar llamar a alguien, porque en el fondo había un celular. Era rubia y tenía los ojos abiertos. Debía tener treinta y cinco, tal vez cuarenta años. Tenía los ojos abiertos y parecía mirar su reflejo en el agua. Había recibido varios impactos de bala en la espalda y tenía una mano suspendida sobre la superficie del agua. Por el brazo le había bajado mucha sangre, pero no como para teñir la piscina de rojo. En el agua flotaba un inflable de juguete en forma de dinosaurio, de esos que tienen el cuello largo y no comen carne.
Tomé algunas fotos; unas de cerca, otras de lejos y, mientras buscaba un ángulo, di algunos pasos hacia atrás en la hierba y tropecé con algo. Al principio pensé que era un bate de béisbol. Luego supe que era una escopeta. Cuando le iba a tomar una foto, pensé en mi padre, en el ataúd, y hasta en Raquel. Pensé que tal vez podría sacarle trescientos, quien sabe si cuatrocientos dólares, no sabía en realidad. Sería muy obvio si me la llevaba así o si buscaba alguna toalla de las que descansaban sobre las sillas de playa. De pronto, recordé el bulto para bates de béisbol de mi padre que tenía en el baúl. Regresé a la casa, atravesé la sala hasta la puerta de entrada y vi que el policía seguía hablando por celular. Le dije que iba un momento al carro para buscar la cámara y el trípode. No tenía trípode ni cámara, pero fue lo único que se me ocurrió decirle. Abrí el baúl y saqué el bulto. El guardia ni miró, parecía que invitaba a una mujer a comerse un mantecado o algo así. “Anda, un momentito, nadie nos va a reconocer: te recojo en la patrulla y prendo la sirena: te va a gustar”, decía.
Entré rápido, abrí el bulto y puse la escopeta entre los bates. No sabía si estaba cargada, era poco lo que sabía de armas. Estaba caliente, eso sí, pero imagino que era por el sol. Disimulé un poco, aguardé un rato y salí; el policía estaba de espaldas cuando le pasé por el lado. Puse el bulto en el baúl, subí al carro y arranqué justo cuando se acercaba otra patrulla. Tomé a la derecha y cogí la 165. Me temblaban las manos y no podía sostener bien el cigarrillo. Entonces caí en cuenta que no sabía a quién venderle el arma. Eran casi las cinco de la tarde y no tenía hambre. Doblé por la luz del Restaurante Campo Mar y cogí otra vez la Boulevard para ir a la pista; de seguro todavía estaba el mismo tipo que me vendió marihuana la otra vez y a lo mejor podían ayudarme con lo de la escopeta. Pasé por allí y solo encontré gente haciendo ejercicio, y viejos caminando.
*
Después de dar vueltas por horas buscando quién me podía comprar la escopeta, terminé por regresar a la funeraria. No había estacionamiento porque, al parecer, había un funeral. Así que estacioné más adelante frente a Cano’s Pizza. Adentro había un equipo completo de béisbol juvenil comiendo pizza. El olor a pizza me abrió el apetito. Saqué cuenta de cuánto faltaba y supe que no conseguiría el dinero a tiempo: mi padre seguiría allí, congelado en una nevera. Lo único que tenía que hacer era escribir la nota para el periódico, pero no quería, no después de llevarme la escopeta. Si la escribía podía incriminarme. O tal vez no. A lo mejor eso me libraba de cualquier sospecha. ¿Y si escribía la nota utilizando seudónimo? ¿Me protegería el periódico si decía que la escena había sido alterada? ¿Y si asaltaba la funeraria? Podría entrar con el bulto de béisbol y nadie se daría cuenta. ¿Y si le pedía al dueño de la funeraria que me diera el cuerpo de mi padre? No tendría ni que apuntarle, solo abrir el bulto, amenazarlo. ¿Cabría el cuerpo de mi padre en el baúl? Quizás en el asiento de atrás. Lo llevo a otra funeraria y ya. Pero se darían cuenta, llamarían a la policía. Estaba dentro del carro todavía. Ni siquiera había apagado el motor. Solo fumaba y pensaba.
Me quedé mirando a los muchachos comer en la pizzería. Parecía que habían ganado el partido. El uniforme era el mismo de hace años: gorra azul con una L y una C, camisa blanca con el símbolo de un calamar con los tentáculos estirados atrapando una bola de béisbol. Recordé cuando mi padre quiso que entrara a Los Calamares de Levittown; yo nunca fui muy bueno en el béisbol, me gustaba, pero yo francamente no tenía talento: lo supe porque cerraba los ojos cuando la bola se acercaba. Era un movimiento involuntario. Un exceso de instinto, tal vez. Lo intenté muchas veces, hasta que una bola golpeó mi frente. Me cogieron siete puntos. Tengo una herida en la ceja izquierda que a Raquel le gustaba; decía que iba con mi rostro, que no me podía imaginar sin esa cicatriz. Me dieron ganas de llamarla, pero desistí. En ese momento, algo terrible me vino a la cabeza; atroz y hermoso.
Por primera vez pensé en un titular: “Periodista asalta pizzería para comprar ataúd a su padre”. Imaginé las letras negras en primera plana; imaginé mi vida en la cárcel, hablando con los reclusos de mis artículos, de mis notas, de cuántas veces les salvaron la vida porque esa era la forma de probar que habían hecho el trabajo; imaginé conversaciones con Raquel desde la cárcel. Imaginé sus visitas y sus promesas: que iba a dejar al abogado para casarse conmigo o que el abogado me iba a ayudar con un nuevo juicio. Y pensé en mi padre allí en la funeraria: congelado y feliz. Entonces cogí el bulto, me puse mi carnet de periodista y sentí —todavía me parece verme— que mi vida ya no iba a ser la misma, que la mejor parte de mi vida estaba a punto de comenzar.