Carta primera y la más difícil
No mueran más en mí, salgan de mi lengua.
Los he visto caer con el torso desnudo,
los brazos alzados, esas miradas.
Les presto las manos que se vendaron los ojos,
los oídos que se negaron a oír sus gritos,
mi boca solitaria en su noche furiosa.
Rueden acostados sobre los pastos de esta colina de
mi lengua, vuelvan a reír, déjennos escuchar
las risas mientras caen, se doblan, se nombran a sí mismos.
No se escondan en las piedras frías de mi lengua, los
he visto en la paloma muerta en medio del sendero,
en los heridos que hablan a los geranios,
en la tormenta que se avecina.
Sobre la mesa está la noche doblada,
la lluvia que no se dijo;
y la espera, la piedra, el nudo.
Salgan todos: dejen este barro, esta neblina, el frío
de estos páramos de mi lengua. Canten su retorno,
asomen su voz del fondo de la tierra.
¿Que para qué estas cartas?
Para nacer, Antonio, para renacer.
Una carta es un país en el aire.
Carta al hombre que asesinó a mi hijo
Todas mis noches, oración tras oración, te deseé la sangre más negra.
Dije piedra, dije mercurio, dije lobo, dije árbol podrido en tu corazón.
Maldije las manos de tu madre que le dio horma a tu cuerpo con esperanza,
Maldije a la mujer que te amó creyendo que era amor,
Maldije a la partera que te salvó de ser ángel, de ser miel, de ser boca tierna.
Lejos de mi lengua lancé el pueblo de calles empedradas que te vio correr,
al país que te dio un nombre y este derecho de triturarnos y hacernos olvido.
Encadenada a tu odio, te profesé todo mi amor, y te profesé todo mi vacío.
Soñaba con tu rostro bajo mis uñas, soñaba que me soñabas mirándote en silencio,
soñaba que la lluvia golpeaba a tu ventana con vísceras de cordero.
Pero cuando la zozobra me quebraba los huesos, la vida te puso frente a mis ojos:
no podía creerlo, en tu joven rostro vi el rostro de mi hijo,
en tu mirada perdida vi su última mirada, en tu cabello revuelto vi su grito
llegando alegre de la escuela, con los perros y con el hambre.
Ahora que buscas en el fondo turbio del estanque una moneda,
ahora que añoras entre las hierbas otro nacimiento, ahora que tus manos
heridas se niegan a herir, dime, contesta a este marco sin fotografía,
a esta bicicleta abandonada, a este tigre muerto que es tu país: ¿Quieres mi perdón?
¿De qué te salva él? ¿Qué destruye, qué levanta, que esconde bajo los álamos olvidados?
¿Servirá de algo que limpie la sangre de mi hijo de tus manos?
El perdón duele, sale del estiércol, vuela por encima de nuestras cabezas,
perfuma, mas no termina de lavar nuestras naranjas ensangrentadas.
En medio del pan duro y los ácidos más crueles: te perdono ―pequeño
huérfano―, te perdono y me libero de tus alambres,
te perdono y desanudo tus púas más hirientes.
Dime tan solo una última palabra.
Dime bajo qué piedra debo buscar su nombre, dime en el fondo de qué río debo cantar
su melodía, dime entre las hierbas envenenadas en qué corazón debo escarbar…
Tú y yo somos dos cuervos que se miran sin consuelo.
Tú y yo somos este jardín de los desaparecidos.
Este amor violento.
Carta de las mujeres de este país
Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos,
escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna
ilumina los metales y las pompas de jabón.
Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles. Todas nosotras estábamos allí.
Nos dejaron vivas para que pudiésemos decir las manzanas podridas.
También para que susurremos mientras gotean nuestros dedos:
“No nos arrebataron el amor”.
Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón.
Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro.
El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”.
Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el rayo,
el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos.
Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina
bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre.
Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras
las que cargamos las carretillas de lodo de un cuarto al otro.
Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando.
No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio.
Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas
para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos.
Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas.
La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer.
Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”.
Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos.
Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el alma.
Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos.
Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma
el amor. Aquí estamos las mujeres de este país
con la luna entre las manos.