Algunas veces escribir supone aceptar que ciertas dolencias físicas eran sólo enfermedades del espíritu, de la palabra. La enfermedad estimula la actividad imaginativa, así lo refiere Susan Sontag en su libro La Enfermedad y sus metáforas donde explica cómo el romanticismo fue una metáfora de la tuberculosis y en estos tiempos encuentran en el cáncer y el sida algunas de sus representaciones.
Esa misma condición metafórica de la enfermedad ha hecho del oficio literario una práctica saludablemente enfermiza. La poesía tiene su origen en la carencia, lo que constituye el punto de relación más fuerte entre poesía y enfermedad.
Pero todo lo dicho hasta el momento sólo pretende confesarles la ansiedad que me aqueja cada vez que retorno a Caracas luego de los viajes que de continuo realizo al interior del país. Al mirar la ciudad, desde las cimas de las montañas que la amurallan, se apodera de mi cuerpo un desarreglo, un malestar, que ha comenzado a provocar sus metáforas, así como una consiguiente necesidad de mi psiquis por encontrar explicaciones y razonamientos que sitúen el origen de tal inquietud.
Muchas veces olvidamos que esto que llamamos ciudad es un hecho residual. Caracas es una ciudad inconclusa y ambigua. A pesar de que ella de manera incansable sepulta su pasado rural, su modernidad no termina por cumplirse. Cada momento en su historia deja una capa de ripio, un estrato geológico de naturaleza cultural diferente. Al igual que otras ciudades latinoamericanas, Caracas no ha logrado realizar el sueño liberal del siglo XIX y construir un mundo urbano a la manera de las metrópolis europeas y norteamericanas. Domingo Faustino Sarmiento llamó a esta utopía urbanística, Argirópolis: Ciudad ideal que debía edificarse dándole la espalda a la barbarie campesina.
Ahora bien, toda utopía desemboca en el exilio. Y mis ciudades más cercanas (como seguramente otras) se construyeron sobre la extensión de esta experiencia. José Solanes, el siquiatra y ensayista valenciano, en su libro Los nombres del exilio recuerda que esta palabra es un derivado del latín: exiliare: saltar afuera. En el caso de Caracas fue un apartarse del espacio de la tradición y un alejarse de la naturaleza.
Quizás sea tal circunstancia lo que provoca en mí un desarreglo. Verme ingresar en la zona de lo ambiguo, confrontarme con rupturas tantas veces no declaradas. Una poesía de la tierra en este continente debería aceptar este “salto” y hablar desde la conciencia del exilio. Llenarse de esta realidad, asimilarla. Claro que al referirme a una poesía de la tierra hablo de una escritura invocada con mucha frecuencia desde la distancia del mundo urbano. Una distancia idealizante del pasado y la naturaleza. Pero nuestra distancia es más que eso, es la pérdida de la memoria, un vacío al cual se refiere Derek Walcott cuando dice en La voz del crepúsculo que la amnesia es la verdadera historia del Nuevo Mundo.
Entre nosotros esta amnesia tiene el carácter violento de la cancelación de grandes segmentos de tiempo pasado. No es mi intención realizar un recuento de las circunstancias en que han ocurrido estas cancelaciones, pero sí quisiera subrayar la evidente coincidencia de estos actos con grandes hitos históricos nacionales: la Conquista, la fundación de la República o el nacimiento de la Democracia Petrolera. Algunos íconos recientes de esta voluntad amnésica son las fotos del fotógrafo venezolano Pedro Duim sobre la construcción de la avenida Bolívar o El Silencio. Resultan inolvidables aquellos socavones hasta la peladura de la tierra, y unas casas provincianas orilladas a enormes montículos de ripio. Además, sería bueno decir que de manera frecuente el olvido se suscita para resolver discordias; como en otros países latinoamericanos, en Venezuela las corrientes premodernas (resistentes al cambio) se han enfrentado arduamente a las modernizantes. Esto explica la violencia de los actos de cancelación y nuestra corta memoria.
En ese contexto, estas líneas extraídas del ensayo de Graciela Montaldo De pronto, el campo son útiles como elementos de una posible comprensión de lo rural en Venezuela, y pienso en lo “rural” porque esa categoría simboliza apropiadamente los términos de tradición y naturaleza. Afirma Graciela Montaldo que la referencia a lo rural será menos un contenido que una tensión constante, y continúa, la ciudad y el campo —sus prácticas y sentidos— son dos especies que en la cultura argentina, desde el Fin de Siglo, no dejan de formar un complejo que ya no hay modo de pensar por separado.
Ambas citas hablan de una realidad semejante a la nuestra. Pero en la primera se nos dice algo que le concierne especialmente a la Venezuela contemporánea: lo rural es una tensión constante. Las ciudades se edifican por oposición al mundo rural, siempre con el deseo (no realizado) de cancelarlo. Una mirada romántica sería aquella que oculta, olvida, idealiza, simplifica esta “tensión” que forma parte de la vida cotidiana como una garza que planea sobre la autopista de una metrópolis caribeña.
Escribir desde el epicentro de esta tensión es un destino más codiciable para un poeta interesado en una tradición de equívocos como los que acompañan a la poesía de la tierra. Poesía del exilio; porque se escribe desde un afuera urbano, desde una situación extrañada en la que se evoca la utopía de la vida agreste como en las Églogas y Bucólicas de Virgilio donde la mención de lo rural es además una enumeración plácida y cortesana. O como en San Juan de la Cruz para el cual la naturaleza es la encarnación de su contrapartida celeste y lo longitudinal priva sobre lo latitudinal. Y más modernamente, es también la escritura de Alberto Caeiro quien rompe la unidad virgiliana del paisaje con su paganismo, su sensorialidad, su distanciamiento que permite acercarse a la naturaleza como si ésta fuese un otro. En Caeiro se reivindican a un mismo tiempo la contemporaneidad y la arcadia primitiva, esa que es dulcificada por los Idilios de Teócrito y los versos de Virgilio en favor del progreso y la actividad fabril. Caeiro cree en la naturaleza como un otro porque él nunca se refiere a ella directamente, es decir, cuando escribe sus pensamientos lo hace de cara a nosotros; la naturaleza permanece a sus espaldas y allí transcurre a su modo como una ausente. No olvidemos que el poeta viene del mundo pedregoso de las serranías pastoriles, donde seguro habrá visto y habrá oído, de ahí que pueda hablarnos sin tanto embeleso. Muy por el contrario, la óptica romántica menoscaba el acercamiento a la naturaleza como un otro. No hay suficiente conciencia y priva una estrategia de sometimiento de lo natural. El inevitable “yo” del poeta invade o se apropia del espacio geográfico. Creo que en América Latina esta manera es de gran prestigio con figuras tutelares incluso en las últimas vanguardias literarias.
Hablando de la poesía de Robert Frost en los ensayos Del dolor y la razón, Joseph Brodsky se refiere a lo que podría ser la caracterización del encuentro de un americano con la naturaleza: cuando un estadounidense sale de su casa y se topa con un árbol se trata de un encuentro entre iguales. El hombre y el árbol se enfrentan con sus respectivos poderes primigenios, libres de toda referencia: ninguno de los dos tiene pasado y, en cuanto a quien le tocará un mejor futuro, la moneda sigue en el aire.
Para nosotros, como para la sociedad norteamericana, la moneda hace tiempo cayó a tierra, aunque podríamos hablar de tal encuentro entre iguales como un supuesto que tipifica nuestra actitud hacia lo natural. Tal encuentro entre iguales ya no será posible si no consideramos al otro (a la naturaleza) como una entidad autónoma, al margen de los dictados de la razón y el sentimiento. Esta actitud vuelve a adquirir un rango de necesidad como única y posible cura ante una lírica tan afectada.
La tradición romántica alimentó la modernidad con la transfiguración poética de lo cotidiano: descubriendo las cortinas de lo familiar pretendía un acercamiento a lo bello y maravilloso. Poco más o menos una idea semejante expuso Wordsworth en su presentación a las Baladas Líricas y Coleridge en su Biografía Literaria, donde no deja de advertirnos sobre los riesgos del prosaísmo y la representación pedestre de objetos y acciones. La advertencia va dirigida precisamente a aquello que podría facilitar una mirada distinta, una mirada hacia lo otro.
En la escasísima bibliografía venezolana sobre el tratamiento literario de la naturaleza, el ensayo de Julio Miranda Poesía, paisaje y política señala con inteligencia un ejemplo de manifestación de una naturaleza como otro, el cual me gustaría recordar. Se trata de un pasaje del poema Canto Fúnebre del poeta romántico José Antonio Maitín. El poema es un poema melancólico en el sentido más exacto del término, por lo menos en aquel que señala Poe en su Filosofía de la Composición cuando dice que un poema (en este registro) es aquel que trata sobre la muerte de una hermosa mujer. Maitín se lamenta por la desaparición de su esposa y el paisaje exuberante de las montañas de Choroní es la imagen de un espíritu en pena. A la manera de la poesía de Lamartine contemplamos un paysage-état d’âme. Pero, a diferencia del claroscuro lamartiniano, de su naturaleza filtrada por la niebla en Maitín son inevitables los momentos de incandescente luz, y guiados por ella llegamos al canto número XIII de su elegía donde a orillas del pedregoso río Choroní el poeta se percata de la impasibilidad de la esplendente naturaleza, ajena a sus doloridas palabras: “Aquí todo contrasta/con mi pesar sombrío:/ en esta soledad solemne y vasta/ no hallo un dolor que corresponda al mío”.
En el despliegue del poema (y de la poesía de ese tiempo en Venezuela), este es un momento de particular relieve donde se suspende por completo esa ilusión de diálogo que el poeta romántico sostenía con la naturaleza, recordemos los Preludios de Wordsworth. Maitín se queda solo como persona y la naturaleza transcurre en una autonomía distante, casi fotográfica. Qué destino diferente tendríamos si este poema de Maitín partiera de la conciencia de la naturaleza como un otro, del mundo como un otro. Estaríamos ante una escritura contenida en el despliegue de las emociones y plena de sustantividad, quiero decir de otredad. El mundo no sería un desierto como lo escribe el poeta al final de su elegía.
Esta cancelación de lo otro, este subjetivismo voraz, son también rasgos de la lírica actual. En estos tiempos el desarrollo del simbolismo, esa práctica sugerente y resonante de la palabra agotó su poder de penetración y nos condujo al callejón sin salida de lo que se cree espiritual y bello. Otros determinismos contemporáneos desembocaron en idéntica idealización. Hoy perduramos en ese túnel de lo pretendidamente trascendente.
Enriqueta Arvelo Larriva encarna uno de esos puntos de partida de la poesía moderna venezolana, especialmente si nos referimos a la poesía de la tierra. Su poesía es también un buen ejemplo de desarraigo territorial e interiorización. Sin geografía ni perspectiva histórica el poema se convierte en la medida subjetiva del mundo. Esta afirmación podría ser el lema de su obra. En 1939 la poeta envía una carta desde Barinitas (al sur de Venezuela) al escritor venezolano Julián Padrón donde le dice: Éste no es el llano, sino un llano peor que los otros o que está en peores condiciones. Los otros tienen su respiradero. Éste está ciego. Enriqueta reconoce que el llano de su tiempo ha roto quizás una tradición mítica y parte de la modernidad poética de su obra consiste en dar cuenta de esta ruptura urbana. Ella sólo escribe desde el estremecimiento que pretende devolverle trascendencia a lo que ya no la tiene. Atrás han quedado el llano de solera cordobesa del siglo XIX y primeras décadas del veinte descrito en 1948 por Fernando Calzadilla Valdés en su libro Por los Llanos de Apure; el llano de los criollistas y los dibujos de Carmelo Fernández. La reclusión de Enriqueta en la antigua casa de los Arvelo en Barinitas (su confinamiento en el poema) tiene el doble sentido de una despedida del llano antiguo, así como el nacimiento de una conciencia moderna que gira en torno al “yo”. La verdad ya no está en el espectáculo del mundo sino en ella misma. El llano no está ciego sólo que la poeta no lo quiere ver en su materialidad y su riqueza de situaciones. Se trata de la asunción de una estética moderna con todos sus interdictos: su rechazo a la enumeración de detalles geográficos y a la narración, dos de los recursos tradicionales de la poesía de ese espacio estepario. Con esta poesía iniciamos dentro de la modernidad la pérdida del mapa de un territorio, desdibujamiento que se prolonga en la lírica más reciente en otras voces como la del poeta Luis Alberto Crespo.
Otro tanto podría decirse de la obra del correntino Francisco Madariaga y su antología El tren casi fluvial. Madariaga, quien fuera un destacado poeta contemporáneo en la vertiente imaginaria y onírica de un César Moro, o un poeta romántico heredero de voces como las de Aurelio Arturo o Vicente Gerbasi, es también un mentor de la desterritorialización propia de la modernidad. Solamente que el poeta argentino emprende el desdibujamiento del lugar mediante una escritura desconyuntada por la saturación imaginativa.
En la otra orilla de estos determinismos estéticos e imaginarios están poetas como el nicaragüense Ernesto Cardenal y el chileno Jorge Teillier, cuya intención lárica siempre me recordó la ternura del provincialismo de algunos poemas de Pavese.
Pero en estas dos posibles líneas de desarrollo de una poesía de la tierra nunca se planteó una escritura trazada desde ese lugar a medio camino que es el hoy de América Latina. Una cultura que transcurre como diría en una entrevista el poeta Drumond de Andrade entre el campo y el ascensor. Frente a nuestra desmemoria y apartamiento de la tradición y de una convivencia entre iguales con la naturaleza, corresponde a la poesía de la tierra escribirse desde una conciencia del exilio, es decir, escribir sin obviar las distancias, desde una amnesia sentida y comprometida. Apartándose de las enumeraciones asombrosas y del culto trascendentalista a una naturaleza que ya no existe o está en vías de extinción. La conciencia del exilio restablecerá un territorio en crisis, movedizo y cambiante, donde la palabra debe estar alerta. La otra convicción que podría animar esta poesía es la conciencia de la naturaleza como un otro. Se trata de una ética y de una actitud política hacia la naturaleza y su imagen. Estas son ideas orientadas por la experiencia de la escritura y no pretenden convertirse en recetas. Por lo tanto son verdades a medias.
Versión adaptada de la publicada originalmente en
Nuestra América, no. 4, 2007, pp. 111-117