El fantasma de mi padre se nos apareció por primera vez a las tres horas del entierro. Estaba sentado en el sofá del estudio, con un libro abierto en el regazo y la lámpara prendida (no se sabía bien por qué: eran solo las cinco de la tarde y él, en esas cosas, siempre había sido muy ahorrativo). Me dirigí al estudio luego de distinguir las chupadas que le daba a la pipa; sospeché que allí lo encontraría: fumar en aquel rincón había sido su pasatiempo preferido.
—Quando voltamos à Madeira? ‘Stou farto desta terra e desta gentaça: barulho e calor é o único que têm. Além disso, as ruas estão a ficar cheias de toirões e ratazanas. Caracas já não é cidade… toca, isso é que é.
[—¿Cuándo volvemos a Madeira? Estoy harto de esta tierra y su gentuza: ruido y calor es lo único que tienen. Además, las calles se les están llenando de hurones y ratas. Caracas ya no es ciudad… es una madriguera, ¡hay que ver!]
Los hurones y las ratas a los que se refería eran ejemplares políticos, pero dejo el asunto para más tarde. Mi madre me había seguido los pasos hasta el estudio y ya estaba enfrascada en una de las escaramuzas que solía tener con mi padre. En esta ocasión la emprendieron con lo de fumar delante de Rui, mi hijo, que en ese entonces cumplía ocho años:
—Joga fora o cachimbo!
—A certidão de casamento é que vou deitar no lixo…
[—Tira esa pipa a la basura
—Lo que voy a tirar es la partida de matrimonio…]
Aunque los choques maritales nunca se arreglaban, a los cinco minutos estaban disueltos. Pese a la muerte tan reciente, mi madre se sintió feliz de ver al marido; eso sí, se cuidó de no dárselo a entender, no fuera que el difunto empezara a tomarse libertades.
—A sua bênçoa, vovô.
—Deus te abençoe.
[—La bendición abuelito
— Dios me lo bendiga.]
Rui se había colado en el estudio y reaccionó como siempre, pidiéndole la bendición al abuelo. Mi padre, ateo convencido, invariablemente se la daba, sea por debilidad por el nieto, sea porque, como buen comunista, en vano intentaba ocultar sus atracciones clericales. Era de Bragança donde, que yo sepa, lo de bendecir ya no se usa como saludo; ese hábito seguro que lo había contraído en sus días de clandestino en Madeira, y de mi madre, isleña persistente y arcaica que toda la vida se había esforzado en catequizarlo.
A Caracas nos habíamos venido cuando tenía yo once años. La policía secreta de Salazar había obligado a papá a buscarse papeles de identidad falsos y a escapar del continente a las islas. Pasado el tiempo, con casa, trabajo, mujer e hijo, tuvo la idea genial de escribir y distribuir no sé qué panfleto; pronto lo rastrearon y o Guilherme bragantino [Guillermo el de Bragança], como lo conocían los amigos, tuvo que poner pies en polvorosa, si así pudiera describirse una fuga marítima. El barco iba cargado de españoles e italianos que se dirigían a Venezuela, cuando ésta estaba de moda; aportaba en Funchal y allí se acababa de llenar con nuevos acentos, vinos y bacalao. En esa ocasión se llevaron a un Guilherme que cambiaba por tercera vez de identidad; ahora se llamaba Lourenço (años después supe que ése era su segundo nombre original; del primero no sé si alguna vez me enteraré: tengo a Bragança fuera de mis rutas y, según papá, desde hace mucho la parentela anda sepultada. Él, por otra parte, no suelta el dato).
En vida, Guilherme, Lourenço, o lo que fuese, estaba hecho de múltiples manías. Una consistía en despotricar de Venezuela, en particular de Caracas; clima, desorden, nuevorriquismo, despilfarro, suciedad, ignorancia: cualquier excusa le servía. Lo ponía nervioso ver que yo me adaptaba de lo mejor, y mucho más, cuando me casé, que lo hiciera con una nativa. Pasaron los años y tuvimos a Rui que, con todo y el nombre portugués, no parecía inclinado a ampliar el vocabulario en esa lengua. Don Lorenzo, como lo llamaban en su nuevo exilio, se desesperaba con la acumulación de pequeñas desventuras. Declaraba cada vez que podía sus principios, entre los que figuraba el retorno a Portugal en cuanto la oportunidad se presentara. Frugal, todo lo ahorraba para la vuelta; no era tacaño ni avaro, sino optimista: en el futuro estaba lo mejor y había que prepararse para disfrutarlo.
Curiosamente, después de la Revolución de los Claveles, cuando llegó la democracia y la izquierda portuguesa pudo por fin existir fuera de la clandestinidad, mi padre no se mostró muy activo en lo de preparar la repatriación: hablaba de falsa revolución, desencanto y, mientras seguía los partidos de fútbol en las emisoras de inmigrantes, refunfuñaba sobre el fascista encubierto que era Mário Soares, además de otras impertinencias. El tiempo no se detuvo; papá se jubiló; mi abuelo en Funchal murió en 1990 y heredamos, entre otras cosas, la casa; pero papá no aprovechó la oportunidad dorada, limitándose a ir con mamá a la isla a pasar los inviernos y así escapar siquiera por unos meses do calor medonho, horrível [del calor espantoso, horrible] de Caracas.
Volvía de sus viajes e iba al estudio, engolosinado con la pipa y articulando meticulosamente el mal humor que atribuía a los trópicos:
—O ano que vem fico de vez em Portugal.
[—El año que viene me quedo definitivamente en Portugal.]
Lo machacón del estribillo me permitía no tomarlo en serio; aun provocarlo:
—Papá, quédese allá si quiere; nadie lo obliga a regresar —así, en español, lo incordiaba más, porque se negaba a hablar el idioma.
Los farfullos que venían enseguida eran interminables. Nunca entendí su relación con Venezuela; me temo que tampoco él. Una vez leí que un hombre sin nación desafía las clasificaciones y por eso suscita tanto el pavor como el asco. A lo mejor mi padre presintió que la lejanía de Portugal y la cercanía de otras tierras lo situarían en un espacio indefinible; tal vez el vacío lo forzó a refugiarse una y otra vez en el énfasis. Para calmarlo, o irritarlo amigablemente, yo le recitaba aquellos versos de Jorge de Sena:
Coleccionarei nacionalidades como camisas se despem,
se usam e se deitam fora, com todo o respeito
necessário à roupa que se veste e que prestou serviço.
[Coleccionaré ciudadanías como camisas que se quitan,
se usan y se tiran a la basura, con todo el respeto
necesario a la ropa que uno se pone y ha prestado servicio.]
Entre palmaditas, le insinuaba también que el nacionalismo era una engañifa de la burguesía para desviar la energía del proletariado lejos de la lucha de clases. Pero era en vano; la tozudez superaba a la doctrina.
Cuando murió, pensé que extrañaría sus monólogos ininteligibles y que el apartamento sin ellos se quedaría solo. Me alivió que no fuera así. Papá no podía ausentarse tan bruscamente; su existencia venezolana había sido sobre todo casera, horas y horas metido en el estudio, donde se afanaba en la redacción de su periódico portugués y escribía las crónicas que firmaba con distintos nombres, según las enviase a publicaciones de inmigrantes en los Estados Unidos y Canadá o a revistas de Portugal, Brasil, Mozambique, Cabo Verde, Angola, Macao, Timor… No estaba dispuesto a abandonar las rutinas que trabajosamente se había creado. Su fantasma era la continuación exacta del hombre, hasta en las obsesiones —pipa, lecturas y
—Quando voltamos à Madeira? ‘Stou farto desta terra e desta gentaça…
[—¿Cuándo volvemos a Madeira? Estoy harto de esta tierra y su gentuza…]
¿Cuántas veces, en vida, le habré oído lo mismo? Ahora, cristianamente fallecido —como acababa de decir el cura sin saber que le expedía el visado angélico a un rojo— las obsesiones de papá me hincaron finalmente el diente. Mi madre y yo estábamos simétricamente solos, desconsolados, viudos. Mi condición era peor: de Cecilia no me había quedado ni el fantasma. En Venezuela, además, todo se descomponía: los ahorros mermaban incluso absteniéndose uno de tocarlos; los sueldos universitarios, vistos con estoicismo, daban risa; la situación política era caótica y hacía tres semanas, en una de las muchas manifestaciones contra el gobierno, unos francotiradores a quienes jamás se someterá a juicio le habían vaciado la cabeza a tiros a uno de mis colegas, un tipo pacífico que enseñaba metafísica y era de los pocos amigos íntimos que yo tenía. Para apagar incendios lo único que se usaba, de unos años acá, eran lanzallamas —la fauna a la que papá se refería, toirões [hurones] presidentes y ratazanas [ratas] ministros, o viceversa, dependiendo del día y el humor que tuviera don Lorenzo cuando leía los titulares. Sobre la teórica simpatía del hurón mayor por el marxismo, papá era terminante y ni siquiera admitía mis peros, porque del tema yo no sabía nada:
—Estes vadios estão a confundir pândega e folia com revolução.
[—Estos holgazanes están confundiendo vacilón y juerga con revolución.]
No había día que yo mandase a Rui al colegio sin que me cruzara por la cabeza la idea de que algo iba a pasarle: que le pondrían una navaja al cuello para robarle unos vulgares zapatos de goma, como le sucedió al vecinito; o que lo secuestrarían para intentar sacarnos fondos que no teníamos, por el solo hecho de que éramos portugueses y se suponía que tendríamos abasto y billete; o que, sin más, le hicieran a mi hijo lo que a Cecilia.
En el metro empezaban también a circular hojas que atribuían todas las desgracias a los inmigrantes europeos de los 1950 y 1960, que con sus compañías de autobuses, restaurantes, cafés, panaderías habían pervertido, arruinado y sumido en la angustia al valeroso pueblo bolivariano.
—Então, quando voltamos à Madeira?
[—Entonces, ¿cuándo volvemos a Madeira?]
Aun repitiendo las preguntas de siempre, el espectro de mi padre tenía ahora un poder de convicción del que había carecido el exiliado gruñón. Pese a todas nuestras discusiones, entre sus rezongos y melancolías, yo lo había querido tanto que había imitado su afición —más que eso era— por la escritura (para hincharle las narices, claro, lo hacía en español; pero eso poco le importaba: ninguém é perfeito [nadie es perfecto]). Volví a escucharlo después del entierro; vi el libro y la lámpara inútil, la pipa que llenaba de humo los contornos fantasmales. A solas en el balcón, durante el crepúsculo, me puse a llorar como un estúpido y me dije que por qué no hacerle caso a don Lorenzo. ¿Qué rayos esperábamos de esa ciudad que se nos caía a pedazos por dentro y por fuera? Quería tanto a papá, incluso ahora de fantasma, que tenía que dejarme persuadir; alguna vez ocurriría: ¿por qué no en ese instante? Irme. Irnos: hasta con los muertos.
No tuve esa noche el valor de tomar la decisión, pero un par de días después la voz de mi padre me sugería que mirase la correspondencia; el cartero iba a traerla en unos cuantos minutos. En efecto, el hombre llegó y esperé a que hiciera lo suyo. Abrí enseguida el buzón. Allí había una carta del hermano de mi madre, que comenzaba como todas las que nos escribía, aunque, hacia el cuarto párrafo, me reservaba una sorpresa. La vejez lo llenaba de achaques; encima de eso, sufría al imaginar que tendría que vender la librería que había levantado en Funchal a costa de mucho sudor y medio siglo de esfuerzo. No tenía más herederos que nosotros. ¿Por qué no nos animábamos a volver de una buena vez? ¿Quién más adecuado que yo para relevarlo? La cifra que mencionó como el promedio de sus ganancias en un mes era superior a mi sueldo anual. Para rematar sus argumentos, un recorte de periódico: en estos momentos había en Madeira más personas nacidas en Venezuela que en Venezuela portugueses. Y no se trataba simplemente de hijos de inmigrantes. La prosperidad recién estrenada de la isla y del resto de Portugal atraía a los africanos de siempre, pero también a asiáticos, brasileños, venezuelanos.
—‘Stás a ver?
[—¿Ves?]
Por encima de mi hombro, papá me había acompañado en la lectura. Los argumentos para contradecirlo se me habían acabado. A eso tenía que añadirse el endemoniado nombre de la librería: Esperança [Esperanza].
—‘Stás a ver? [¿Ves?]
—‘Stou, sim [Sí, sí… lo veo] —le respondí, ya sin alternativa después de tantos años, y lo demás fue empacar, explicarle a Rui lo que sucedía, secarle los lagrimones, ir a visitar cementerios, arreglar papeles, vender muebles, buscar vecinos de confianza a quienes dar las llaves del apartamento hasta que apareciese un comprador (improbable: hasta el sol de hoy).
La familia de Cecilia sufrió al enterarse de que Rui se iba, pero mi suegro me confesó que si ellos pudiesen, también estarían haciéndolo. No quise privarlo de tener cerca de él la tumba de su hija. Mi padre, en cambio, insistió en que me diese prisa y en que no lo dejara enterrado en ese sitio.
Prefiero no consignar los dolores de cabeza que da el transporte internacional de ataúdes cuando se tramita desde Caracas.
De esta historia no queda mucho que contar. Los primeros meses en Funchal no fueron fáciles para Rui; pero los muchachos acaban adaptándose a los trasplantes y a las lenguas con la misma velocidad con la que se recuperan de golpes o caídas. Mi madre ha seguido haciendo su vida, porque las riñas diarias con el fantasma del marido la mantienen en forma. En lo que a mí respecta, no me quejo. Era profesor y ahora soy librero; como antes, el oficio me deja tiempo durante las noches para escribir. Como todas las personas, sé que me falta algo. Trato, eso sí, de no lamentarme o de no hacerlo con frecuencia, ni por demasiado tiempo. Alguna vez conocí a Cecilia.
Repaso estas páginas y advierto que me expreso como si no me hubiera movido de Caracas. Creo que en cualquier rincón del mundo anotaría mis pensamientos y divagaciones de la misma manera. Pero no me engaño: esa ciudad nunca me perteneció; tampoco me pertenecen otras. Acaso por eso todavía escribo, y en un idioma ajeno.
En cuanto a mi padre, Guilherme, Lourenço o como decida llamarse: a la semana de haber regresado a su país empezó de nuevo a refunfuñar. Se sentaba, fumaba pipa, se levantaba, se sentaba una vez más para leer; suspiraba de agobio, inconforme. No se atrevía a abrir la boca para dirigirme la palabra, quizá por temor a mi reacción. Después de una larga espera, hace poco le oí con paciencia las frases más pulidas que jamás había pronunciado en español estando en Venezuela. Sospecho que me las repetirá por muchos años: son las líneas que aquí transcribo.