Una de las ideas más poéticas que he leído proviene de la escritura de Werner Heisenberg, el científico considerado, por muchos, como el menos poético: “La luz y la materia son entidades individuales y su aparente dualidad surge de las limitaciones de nuestro lenguaje”. La cita es de la introducción a la obra The Physical Principles of Quantum Theory, donde se presentan los detalles de una nueva física con un rigor matemático dictatorial, privado, según el consenso generalizado, de todo contenido estético.
La belleza, el criterio estético, la búsqueda de una correspondencia entre las leyes naturales y un orden preestablecido, incluso antes de la experimentación, son principios que rigen a muchos de los avances científicos. Clausius, Einstein, Dirac, Weyl y De Broglie descifraron pistas complejas del Universo, persiguiendo algo más que la explicación de experimentos inexplicables, un horizonte de simetría y simplicidad. De este modo se desarrolló el tejido preciso de un tapiz coherente, un mapa de la realidad implícita e intrínseca en una madeja de metáforas, intuiciones literarias y fantásticas extrapolaciones de lo real. “Observa, hijo mío, como aquí el tiempo se convierte en espacio”, dice Wagner en Parsifal. Poe, en Eureka. Un ensayo sobre el universo material y espiritual propone, en 1848, la solución aceptada hoy en día para la llamada paradoja de Olbers: si el universo tiene una extensión infinita y las estrellas están distribuidas por todo el universo, entonces se puede ver una estrella en cualquier dirección y el cielo nocturno podría ser brillante. Sin embargo, está oscuro. ¿Por qué? “La única forma”, dice Poe, “que nos queda, por tanto, para tratar de comprender los vacíos que nuestros telescopios encuentran en innumerables direcciones, sería suponer que es tan inmensa la distancia que nos separa de ese fondo invisible que ningún rayo proveniente de este nos ha alcanzado todavía”. Muchos años después, Ernesto Cardenal lo citaría en “La música de las esferas”: “Pero es oscura la noche y el universo ni infinito ni eterno”.
Los trabajos de Heisenberg, en cambio, no parecen emerger de esa tradición. Steven Weinberg lo enfatiza en El sueño de una teoría final. Heisenberg no acude a visualizaciones ni a extrapolaciones de intuiciones previas sino que procede, dice Weinberg, como un mago que no parece “estar razonando en absoluto, sino que salta todos los pasos intermedios para llegar a una nueva intuición sobre la naturaleza”.
Por eso me fascina la alusión de Heisenberg a una limitación del lenguaje al referirse a una aparente dualidad física. La poesía es precisamente la exploración de las limitaciones del lenguaje, el ensayo de insistentes permutaciones que prolonguen el alcance de la inteligencia, la búsqueda de microrrevelaciones, la intención de expresar lo inexpresable. Será por eso que en más de una ocasión lo que empezó como artificio de la imaginación poética convergió en síntesis científica de la realidad. El último círculo del Infierno de Dante tiene la estructura geométrica de una esfera en un espacio de cuatro dimensiones (la así llamada “S3”), anticipando la posible curvatura de nuestro espacio tridimensional. Y en “El jardín de senderos que se bifurcan”, Borges concibe un laberinto temporal llamativamente similar al de los “muchos mundos” cuánticos, propuesto años después por Henry Everett III.
Se ha dicho que la ciencia y la poesía sirven a divinidades contrarias: la inteligencia y las emociones. O, si se prefiere, a la realidad y la ficción. Pero los grandes poemas son miradas profundas sobre la realidad y los grandes avances científicos redefinen los límites de la imaginación, de manera que existe un borroso territorio de intersección, un hábitat compartido por la ciencia y por la poesía. Alguien en contra de tal coexistencia es, curiosamente, Samuel Taylor Coleridge, quien, en su “Definitions of Poetry“, propone que la poesía es “opuesta a la ciencia” ya que el propósito de la ciencia es “adquirir la verdad” mientras que el de la poesía es “comunicar el placer inmediato”. Y digo ‘curiosamente’ porque Coleridge mismo habla de la fe poética como el “suspenso de la incredulidad”, y de esa proverbial suspensión en la que se acepta la ficción como realidad germinaron estructuras conceptuales de la física moderna: las “curvaturas florentinas” del espacio-tiempo, la relatividad del tiempo y los “agujeros gusano”. Richard Feynman, un físico tan excéntrico como profundo, pertenece a la visión opuesta. Para él, la ciencia nos enseña que la imaginación de la Naturaleza supera a la del hombre y, en su ensayo “El valor de la ciencia”, lamenta que los poetas no intenten retratar la visión actual del universo y los llama a resaltar lo valioso de la ciencia. Desde ese lugar, y en respuesta a ese llamado, emergen los poemas de Cosmological Me.
Ya en “nueva trova aunque no manifiesto”, en el primer meandro del laberinto, encuentro elocuencias de la intersección, cuando Luis Correa-Díaz nos habla de los “trovadores matemáticos”, y de que “E=mc² antes de ser / la belleza que es fue apenas m=E/c²”. El trovador acaso sea Henry Poincaré, quien en 1900, cinco años antes que Einstein, escribió “podemos considerar a la energía electromagnética como un fluido ficticio” con una masa y una energía de tal modo que m=E/c². En un giro a la Coleridge, Einstein acepta esa ficción como realidad en 1905 y propone la equivalencia real entre masa y energía y, por cierto, sigue escribiendo (antes de “ser belleza”) m=E/c², incluso con una grafía previa m=L/c². Luego “en un lugar”, la “periferia sin centro de un elegant y/o extravagant universe” alude al S3 dantesco, al que, de otro modo, Borges cita en “La esfera de Pascal”; el Universo como una esfera “cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. En “credo lunar”, la fuerza de mareas de la Tierra sobre la Luna, cuyo efecto es una oscilación que frena la rotación de la Luna y hace que nos muestre siempre la misma cara, está metaforizada en un hallazgo de precisión poética como el “producto de sus latidos internos”. Y después, explícito en “gabinete de física”, e implícito en “en un lugar” (“moriremos quijanescamente en un lugar de cuyo nombre Dios no querrá acordarse”), el Universo como un extravagante sueño de Dios complace la tesis de Feynman de que la imaginación de la naturaleza es más rica que la humana. En Cosmological Me juegan las palabras de la ciencia como piezas de un caleidoscopio, apareándose y desapareándose de su significado (si es que alguno tienen), como moléculas de un protoplasma verbal en el que se combinan el (des)amor con la noción de “self-reproducing robots” y la soledad con la de M-theory.
Si en la poesía se funden, como dice Octavio Paz, sentir y pensar, Cosmological Me es una mirada microscópica del metal fundido donde pensar y sentir preservan su atomismo, pero redefinen sus ubicaciones y alteran sus simetrías en el constante code-switching de una química verbal que aún no tiene su notación.
Al llegar al último poema del libro (“The end of cosmology”) sentí haber explorado una nueva grieta de la geología del lenguaje. El poema me devolvió al Eureka de Poe, y a los límites intrínsecos de nuestra compre(he)nsión del mundo: a medida que el Universo acelera su expansión, más y más galaxias están fuera de nuestra visión y “the universe” repite elegiacamente entonces Correa-Díaz, lector también de Scientific American, “destroys the records of its past”. Recibí además la invitación a re-escuchar “Learning to Fly” de Pink Floyd, donde el fin de la cosmología pareciera ser “a ribbon of black stretched to the point of no turning back”, y ahora me quedo silenciosamente “con la oreja parada a la espera / de un verso nunca oído”.
Alberto G. Rojo
Oakland University
Traducción de Claudia Cavallín
Lectura recomendada: