Hablar de Ciencia Ficción Latinoamericana (CFLA) resultará un salto espacio-temporal a ciegas, como quien cae al agujero del conejo de Alicia por propio gusto. Pues, es tan poco lo que sabemos y tanto lo que ignoramos, por partes iguales, que nuestras vanas certezas serán aplastadas y muy pronto nos hundirán en nuevas paradojas. Dada cierta experticia de campo en el género, puedo afirmar que, si aún persisten algunos estigmas, los debiéramos desacreditar de una vez y para siempre aquí mismo. Y estos son: antigüedad, calidad literaria y cero impacto global.
Existe la idea generalizada de que sólo preexiste CFLA desde la 2da Guerra Mundial, con gran influencia de tebeos, cómics, series televisivas y cine norteamericanos bombardeando afiebrados adolescentes tercermundistas. Pero, la verdad sea dicha, ya existían muestras de ésta durante todo el siglo XIX. ¿Protociencia ficción o retrofuturismo avantgarde? Estos relatos y novelas por entregas, claramente finiseculares, mezclaban de modo único las corrientes en boga, naturalismo y romanticismo, enmarcándolos en ambientes futuristas cuando no extraterrestres, con científicos locos y protagonistas con enormes dudas existenciales del aciago destino de sus recién nacidas repúblicas.
Así, cada país tiene su prócer y su némesis. En Chile, José Victorino Lastarria, fundador del primer Ateneo, ministro y liberal, coquetea con el género en su obra fundacional Don Guillermo (1875), que sólo es leída en clave de sátira política, expurgándole toda connotación fantástica. En cambio, Desde Júpiter (1877) de Francisco Miralles, inventor y polemista, con su “viaje de un santiaguino magnetizado” no causó mayor impresión entre los letrados, sino hasta que le diéramos autentificación de veterano espacial con nuestra antología Años Luz (2006). En Brasil, pasó otro tanto con La Reina de lo Ignoto (1889) de Emília Freitas, ignorada por la crítica oficial, hoy rescatada por estudios feministas europeos. En cambio, Páginas de la historia de Brasil, escrita en el año 2000 de Joaquim Felicio dos Santos, folletín iniciado en 1868, se destaca como “fantasía desatinada”, sin advertir su claro sesgo anticipatorio. Incluso la Argentina, modélica del género, también posee sus bemoles: Leopoldo Lugones, poeta, político y figura pública, reparte sus cuentos entre el misterio, la fantasía y la ciencia ficción, recibiendo apoyo de los lectores y la crítica porteña. En cambio, Eduardo Ladislao Holmberg, naturalista y profesor de ciencias, publicó Horacio Kalibang o los autómatas (1879) y un puñado de obras de ficción cientificista, será rescatado a posteriori por quienes lo canonizan como real demiurgo patrio.
La calidad literaria de la literatura hispanoamericana “realista” no está en tela de juicio aquí, sino al contrario. Panteón, cánones, mitologías y leyendas urbanas varias alimentan este árbol extraordinario con raíces que se hunden en las culturas mesoamericanas y florece entre contubernios del Primer Mundo y nuestras mocedades premodernas, conatos de novedad que nos acometen cada primavera. Pero acabarán siempre cercenados, cual poda de mano fundamentalista, aquellos nombres que por derecho propio le pertenecen, sólo por haber seguido la dichosa corriente fantástica. Los argentinos Borges y Bioy Casares exponen su propia aurea mediocritas. ¿Pues qué duda cabe que El jardín de senderos que se bifurcan (1941) o La invención de Morel (1940) son obras maestras de nuestra lengua? Y ambas debieran encasillarse como CFL, nimio detalle que olvidan estudiosos y editores. Lo mismo pasó en Uruguay, donde un texto hoy canónico: La ciudad (1970) de Mario Levrero, gozó de secreta salud y otro tanto en Argentina, con Plop (2002) de Rafael Pinedo, ganador del prestigioso Premio Casa de las Américas, pues ambos autores recibirán todos los honores, pero post mortem.
Aunque la popularización llegó, finalmente, desde la década del cincuenta en adelante. Se publicaron masivas traducciones de los mejores autores norteamericanos en colecciones hoy clásicas como Nebulae, Edhasa o Minotauro. Así el género “prende” en Argentina, Brasil y México, países con desarrollo industrial y científico innegable. Y revistas como Más Allá y El Péndulo serán seguidas e imitadas por todo el continente. También, la icónica revista española Nueva Dimensión (1968–1983) publicó abundante material de autores latinoamericanos, destacándose un número 8 con material de Argentina, Cuba, Chile, México y Venezuela, y un número 22 dedicado a la obra del chileno Hugo Correa. Surgen clubes y asociaciones en cada país, incluyendo académicos que se suman al develamiento de este género aún menor. Un ejemplo destacado en el campo de la historieta: El eternauta (1957–1959) de Héctor G. Oesterheld, alcanzó un notable espesor narrativo como novela gráfica adulta y redefinió la invasión extrarrestre en nuestros pagos.
Aunque, hasta aquí, aún no parecían definirse sus claves narrativas y contextuales al interior de la literatura de lengua española del siglo XX. El habitual retraso tecnológico de nuestras sociedades con respecto a las anglosajonas convirtió esta aparente carencia en un rasgo caracterizador de la CFLA, es decir, su inclinación soft, al tratar temas afines a las ciencias sociales, la religión y la filosofía, incluso la mitología, en contraposición a la ciencia ficción anglosajona más tendiente al hard, donde sí imperan las ciencias duras y la tecnología. El juicio de A. E. van Vogt, uno de los clásicos de la Edad Dorada gringa, quien en su prólogo a Lo mejor de la ciencia ficción latinoamericana (1986) concluye que la diferencia más marcada entre estas dos tendencias será que “la CF latinoamericana evidencia una mayor calidad literaria”. Pues si los autores norteamericanos se autodenominaban “escritores del género, para el género y desde el género”, los latinoamericanos no lo hacían con la intención de escribir “ciencia ficción”, sino simplemente de hacer “literatura” con todo el riesgo que esto conlleva. ¿Noción de vanguardia estética y experimentalismo o más bien ansias de ruptura y transgresión? Ambas, pues el rasgo diferenciador de nuestra CFLA lo constituye su mezcla inextricable con la literatura general, libre de pasados culturales agobiantes o luchas de mercadeo, intenta atemperar regionalismos y claves locales con la vitalidad y originalidad visionarias, como hoy puede leerse en las obras de madurez de José B. Adolph (Perú), Ángel Arango (Cuba), Hugo Correa (Chile), Angélica Gorodischer (Argentina), Antonio Mora Vélez (Colombia), Diná Silveira Queirós (Brasil), René Rebetez (México) entre algunos más.
Desde fines de los años ochenta, con la caída de las dictaduras, los incipientes mercados globales y la irrupción de un aliado tecnológico, nacido de otras afiebradas mentes futuristas, como fue Internet. La CFLA intentó alcanzar su mayoría de edad, pero sin entender sus procesos internos y sacar desde allí mejores conclusiones para sus frecuentes desastres. Por siempre apartada de los mercados editoriales, protegida casi hasta el ahogo por los fanáticos, el género proliferó entre guetos digitales llamados fanzines, blogzines y sitios punto com, que nacían y morían con rítmica sístole/diástole de cuerpo en crecimiento. Cada país aportó autores y títulos notables, que se perdían entre zancadillas (de los demás autores realistas) y portazos en el rostro (de la Academia y la Prensa, por partes iguales). Fábulas de una abuela extraterrestre (1989) de Daina Chavíano (Cuba), eleva el mito arturiano a impensadas variantes familiares y sexuales. El oído absoluto (1989) de Marcelo Cohen (Argentina), desdobla múltiples niveles de realidad en un texto fracturado, elegante y final. Santa Clara Poltergeist (1991) de Fausto Fawcett (Brasil), engancha su cyberpunk seminal a leyendas urbanas paganas. La primera calle de la soledad (1993) de Gerardo H. Porcayo (México) pasa su novela cyberpunk por un delirante tamiz contracultural chicano. La era del asombro (1994) de Fernando Naranjo (Ecuador), ostenta relatos notables sobre el futuro lejano de nuestra raza. Flores para un ciborg (1997) de Diego Muñoz (Chile) teletransporta un sicario robótico con impensados cargos de conciencia. ¡¡Bzzzzzzt!! Ciudad interfase (1998) de Bernardo Fernández BEF (México), recupera los mejores cuentos de un ignorado clásico (o)culto. Y así suma y sigue sin aparentar un fin.
El siglo XXI, por antonomasia fecha del futuro proyectado en tanta novela y cinta de anticipación, encuentra al continente embarcado en diversas travesías identitarias, multiculturales, transterritoriales, polilingüísticas, que despedazan y rearman cuerpos, nociones y transacciones. Y con cada nuevo autor de CFLA que retrata este alucinante viaje, nos quedan feroces instantáneas que no dejarán indiferentes a nadie. Mire si no: Roberto Bayeto Carballo (Uruguay) reunió sus cuentos demenciales en un tomo caníbal, Mordedor (2003) y ya nada tuvo el mismo sabor. Iván Molina Jiménez (Costa Rica) ha divulgado sucesivas selecciones de sus Cuentos Ticos de Ciencia Ficción (2003 al 2007). Sergio Meier (Chile) inauguró el género steampunk con La segunda enciclopedia de Tlön (2007), a la vez que lo superaba con algo de posciberpunk acelerado. Fábio Fernandes (Brasil) publicó Los días de la peste (2009) que revienta la urbe tercermundista atestada de nanovirus e implantes, con una IA tras la postsingularidad. Campo Ricardo Burgos López (Colombia) escribió El clon de Borges (2010) que riza las nociones de autoría, identidad, originalidad en la hélice de un nuevo ADN textual. José Miguel Sánchez YOSS (Cuba) dejó la vara alta con Súper Extra Grande (2012), su excelente muestra de parodia cultural y hermenéutica espacial, desopilante. Edmundo Paz Soldán (Bolivia) publica su novena novela, una muestra Sci-fi casi perfecta: Iris (2014). Un esperado libro de Jorge Valentín Miño (Ecuador), Ayer será otro día (2014), nos regala cuentos brillantes, demoledores, ¡y cómicos! Daniel Salvo (Perú) un veterano de las redes, al fin publicó en papel sus cuentos clásicos inhallables: El primer peruano en el espacio (2015). Laura Ponce (Argentina), directora de la Revista Próxima, por donde circula lo actual de CFLA, nos regala una colección intimista, inquietante e insólita, con su Cosmografía General (2016). ¡Todos los aquí presentes, y muchos, muchos más, que he dejado fuera por olvido involuntario, ostentan la vitalidad y contundencia de un género en alza, ya se sabe… Hacia las estrellas y más allá!
Finalmente, tales concepciones erradas iniciales: falta de tradición, bajos niveles de calidad, y ausencia de crítica especializada, no logran ocultar sus virtudes evidentes, aunque en la mirada de detractores todo se reduce a una visión estereotipada, las más de las veces, caricaturesca, de un sinfín de autores y temas que llevan casi dos siglos de práctica escritural. Pues aún recae sobre la CFLA una velada conspiranoia que oscurece su máximo aporte, pues serán estos alucinados quienes anuncien aquello que las demás letras callan: la irrupción del misterio de la alteridad. En efecto, ninguna otra narrativa ficcionaliza lo imposible, lo inverosímil y lo improbable, como estrategia reflexiva sobre las realidades socioculturales, con tanta vitalidad como este popular género literario. Este desborde de alteridad es el tópico transversal que recorre las obras más actuales de la ciencia ficción mundial, incluida la nuestra. Ya se trate del contacto con extraterrestres o seres mutantes, manipulación mental, viajes en el tiempo, exploración del espacio, control absoluto de la ciencia y la tecnología, sociedades totalitarias mundiales, amén de un gran etcétera de distopías. Estas obras literarias contemplan argumentaciones y disquisiciones, muchas de ellas lúcidas, honestas y valientes, sobre la complejidad de la existencia actual y nuestro devenir fragmentado y recursivo.
Concón, invierno de 2017