Terminé aquí debido a mis alergias. Los dolores de cabeza, la congestión y el cansancio se habían vuelto insoportables. Después de varias rondas de antihistamínicos, inyecciones y otros tratamientos, mi médico me sugirió que pasara unas semanas junto al mar. No había nada de malo en intentarlo. Nadie me iba a extrañar. Entonces, entregué todo el tiempo de vacaciones que había ahorrado durante dos años y vine a este pequeño pueblo costero para recuperarme.
Me pasaba los días paseando por la playa y pensando que si mi vida fuera un libro, no habría ningún pasaje subrayado, ninguna página con las orejas dobladas que indicara que había algo importante allí.
Por eso, cuando conocí a Mariana, me entregué por completo. Quería que ella fuera esa página. Y conseguí mi deseo.
La primera vez que la vi estaba más allá de las olas, por donde crece el mar. Tenía los ojos cerrados y simplemente se dejaba mecer por el océano. Me senté para observarla desde la distancia. Cuando sintió que la miraba, se dirigió directamente hacia mí. Se sentó a mi lado y empezó a hablarme del mar. Su forma de hablar era extraña: vacilaba al poner una palabra delante de la otra. Recité unos versos sobre el mar que había memorizado cuando era niño. Después de mirarme fijamente, Mariana saltó encima de mí y comenzó a mecerse de un lado a otro mientras se frotaba contra mis pantalones. Cuando sintió mi erección, sacó mi pene y me deslizó dentro de ella más y más hasta que se corrió. Me quedé dormido bajo el peso de su diminuto cuerpo y, cuando desperté, no estaba por ningún lado.
Desde ese momento hasta la noche del accidente, volvía todas las tardes a esa misma playa desierta para oírla hablar del mar y derramarme en ella.
Esa mujer me inundaría con un ritmo musical, interrumpido sólo por espasmos violentos y culminantes. Con cada uno de sus embestidas, su olor se hacía más y más penetrante. Ella respiraría profundamente y yo haría lo mismo. Nos llenábamos del perfume salado de su cuerpo hasta que, al borde del orgasmo, Mariana me pedía que le dijera a qué olía y yo inventaba metáforas para complacerla. Ni una sola vez pude superar el agotamiento que siguió, y cuando abría los ojos, Mariana ya había desaparecido.
Pregunté por ella en el pueblo. Nadie la conocía. La busqué en playas cercanas en diferentes momentos. Nada. Mariana estaba justo en esa playa y en ese trozo de tarde.
Durante nuestros próximos encuentros, le pedí que volviera conmigo a la ciudad. Evitó mi pregunta haciéndome perderme en su cuerpo. Mi tiempo en la costa estaba llegando a su fin, y ahora me invadía un deseo antes desconocido. Me convertí en un hombre desesperado.
Por eso decidí llevarla conmigo.
Mientras ella me montó por última vez en la playa, la sujeté hasta que pude amarrarla y guardarla en mi auto.
Era increíblemente fuerte para una mujer tan pequeña. Apenas doblamos a la avenida principal, se soltó de la cuerda que la inmovilizaba, tomó el control del volante y nos hizo chocar contra un muro de protección.
Muy probablemente alertada por los vecinos, la policía llegó casi de inmediato.
Mariana se revolvía, gritaba incoherencias y se balanceaba violentamente, golpeó a los policías.
La internaron en una clínica psiquiátrica y yo pasé la noche en las celdas de la comisaría.
Al día siguiente fui a la clínica. Parecía más una casa de descanso junto al mar que una institución estatal para enfermos mentales. Cuando le pedí a la enfermera el número de la habitación de Mariana, me dijo que primero tenía que hablar con el médico. “Depresión aguda, brotes psicóticos, posiblemente autismo”, le oí decir.
Entré a su habitación y encontré a Mariana sentada en el suelo, oliéndose las axilas.
“¿Qué estás haciendo?” Yo le pregunte a ella.
“Mi olor me dice que existo”, se giró y me miró. “Yo no existo aquí. Sácame.
I wanted to tell her that it didn’t matter what the doctor had told me about her, that I wanted her for myself.
“Mariana, why don’t you want to leave with me?”
She seemed to not have heard me, and now she was sniffing her bare feet. I knelt down next to her and searched for her eyes.
“Are you listening? Smell,” and she offered me one of her feet. “The smell, it says what?”
I went quiet. I wasn’t going to take her bait.
“It says I don’t exist here. Smell.” She spread her legs, plunged her fingers into her vagina and held them out to me. “Smells how?”
I jumped up and turned my back to her. Outside the sea was rough, and it had begun to rain. I couldn’t let her drag me under; I had to be stronger.
“I can get you out of here, just tell me that you’ll come with me.”
“How it smells to you? Say!”
I looked at her. Her eyes filled with fury and then immediately with sadness. She rolled up into a ball and started to cry at my feet. I knelt down next to her again and held her tiny hand, a hand that didn’t seem to be made out of flesh.
I let myself be swallowed up.
“It smells like violent seas…” I told her.
I brought her fingers to my tongue and licked them slowly. Mariana started to squirm. A small puddle began to form under her bathrobe.
“¿Cómo huelo? ¿Todo de mí?” ella preguntó.
Hueles a rocas, a acantilados.
Me agarró la mano y la llevó a su vagina: estaba completamente mojada. Entonces mi mente se quedó en blanco y me sumergí en ella.
Estaba a la deriva en el mar tibio dentro de Mariana, cuando de ella nació una ola, un oleaje embravecido que me embistió hasta dejarme inconsciente.
Cuando recuperé el sentido, me encontré solo en la playa. El océano estaba en calma. La seguridad de la clínica no tardó en llegar. Me aprehendieron. Los cargos en mi contra fueron categóricos; las explicaciones, contraproducentes.
Ahora ocupo su habitación.
No estoy solo; ella viene a verme. Lo sé porque puedo olerla desde aquí: húmedo, salado, despiadado.
Traducido por Caragh Barry
Producido en taller con Suzanne Jill Levine