Nunca pronostiques tu muerte en verso —le dijo a Evtuchenko— ya que la fuerza de la palabra es tal que, con su poder de invocación, te arrastraría a la muerte anunciada.
(Consejo de Boris Pasternak a Eugenio Evtuchenko, citado por Eugenio Montejo en su ensayo “Mario de Sá-Carneiro en dos espejos”, El Taller blanco ). Ciudad de México: UNAM, 1996.)
Eugenio Montejo (1938-2008) no solo fue un poeta, un creador de poemas. Fue, ante todo, un hombre que buscó a lo largo de su vida hacer de la vida, y de su poesía, una comunión plena y continua con el misterio de la existencia. Mientras encontraba en la heteronomía un camino para formar las distintas entonaciones, ensoñaciones y ritmos que se combinarían en el coro polifónico de su creación poética, conformado por sus curiosos seudónimos o colígrafos.(Sergio Sandoval, Tomás Linden, Jorge Silvestre, Lino Cervantes, Eduardo Polo, entre otros que nunca conoceremos), también fue uno de ellos, el más discreto y entregado intérprete de las enseñanzas del maestro de Puerto Malo, su venerado Blas Col. Como tributo a esa “heterogeneidad esencial del ser” de la que habla Antonio Machado, la obra de Eugenio Montejo fue dejando paso paulatinamente a los continuos desdoblamientos de su visión. De esta visión “oblicua”, como él mismo prefería llamarla, nació también el ser poético llamado “Eugenio Montejo”. Nos lo cuenta en un poema que aparece en Trópico Absoluto (1982) titulado “Final Provisorio” [Final provisional]:
Ya yo fui Eugenio Montejo,
poeta sin río con un nombre sin equis,
atormentado transeúnte
en esta ciudad llena de autos
(…)
Ya yo fui Eugenio Montejo,
el falso mago de bosques invisibles
que convertía en vocales verdes
la densa luz de mis árboles amigos .
Volveré a serlo un día, alguna vez, quién sabe…
[Yo ya era Eugenio Montejo,
un poeta sin río con un nombre sin X,
un transeúnte atormentado
en esta ciudad llena de autos
(…)
Ya era Eugenio Montejo,
el falso mago de los bosques invisibles
que transformó el densa luz
de mis árboles amigos en verdes vocales.
Volveré a ser él algún día, en algún momento, quién sabe…]
Y en efecto, este poema, el único que nos habla de “Eugenio Montejo” en toda su obra, no es más que un anuncio provisional. Su camino continuó, como secretamente continúa todavía. Recibimos noticias del recorrido vital de este poeta en varios poemas. Hoy, ante el conocimiento de su muerte en la cúspide de los setenta, no podemos dejar de leer con asombro un poema escrito cuando tenía treinta y cinco años, titulado “Media vida” [Media vida] en clara alusión al verso de Dante ( “ nel mezzo del cammin di nostra vita ”) ya la conocida noción junguiana; un poema que plantea una enigmática premonición poética:
Sentí pesar de media vida
cuando rodó el dragón ante mis pies, ya muerto,
aquel dragón que al curso de los años
dejó sangre en mi espada,
tajos de ala
y fuegos con que luché solo, sin tregua,
en todos los instantes.
Recordé los rugidos noche a noche,
(…)
los libros que leí para aplacarlo,
viejos poemas con que lo tuve a raya.
Sentí pesar de media vida
cuando cesó el estruendo
y advertí que mi alma era su cueva,
que yo era mi dragón, mi enemigo inmediato
[Sentí la pena de la vida media
cuando el dragón rodó ante mis pies, muerto,
ese dragón que con los años
dejó sangre en mi espada,
azotes
y fuegos con los que luché solo, sin cuartel,
a cada instante.
Recordaba los rugidos noche tras noche,
(…)
los libros que leía para aplacarlo,
viejos poemas con los que lo mantenía en línea.
Sentí el dolor de la vida media
cuando cesó la agitación
y me di cuenta de que mi alma era su cueva,
y que yo era mi dragón, mi enemigo inmediato]
Este poema pertenece a Terredad (1978); por entonces ya había publicado Algunas palabras (1976), y con estos dos libros iniciaría la búsqueda de una apertura total al mundo. Había dejado atrás la primera fase de su obra, formada por Élegos [Elegias] (1967) y Muerte y memoria[Muerte y memoria] (1972) y la primera mitad de su vida, en la que el entorno íntimo de la familia, la angustia de la muerte, lo fantasmal y la soledad serían los elementos en torno a los que gravitaría su atmósfera poética. Con el “dragón” vencido, muerto “a sus pies”, mantenido en la línea de “viejos poemas”, el poeta emprende un diálogo diferente con la existencia. Sus interlocutores serán ahora los árboles, los pájaros, los gallos, las piedras, la luz, el cosmos, el trópico, en fin, la naturaleza misma y su añorada “ terredad ”, neologismo exigido por una profunda necesidad expresiva que, como ninguna otra palabra en su obra, la caracterizará. Ahora, en esta etapa de su existencia, son los pájaros a quienes escucha:
Oigo los pájaros afuera,
otros, no los de ayer que ya perdimos,
los nuevos silbidos inocentes.
Y no sé si son pájaros,
si alguien que ya no soy los sigue oyendo
a media vida bajo el sol de la tierra (“Pájaros” [Birds])
[Escucho los pájaros afuera,
otros, no los de ayer que perdimos,
los nuevos cantos inocentes.
Y no sé si son pájaros,
si alguien que ya no soy todavía los escucha a
media vida bajo el sol de la tierra]
Si en el poema “Un año” de Muerte y memoria se autodenomina “un anciano de treinta y tres vueltas al sol”, la edad a la que comienza “otra bajada / al infierno, al invierno” y afirma que “Las hojas de los árboles sangran en mí”, en otro de Trópico absoluto , “Poema de cuarenta años”, ya no son rastros de sangre sino “colores verdes” los que marcan su vida:
Cuarenta pasos ya abren un sendero
y cuarenta años más de media vida,
lo que resta es el giro redondo del tiempo
(…)
Hasta los cuarenta no se sabe
que todos los colores son verdes,
que las palabras son máscaras caídas
en pozos de silencio
[Cuarenta pasos dan paso a un camino
y cuarenta años más que media vida,
lo que queda es el giro del tiempo
(…)
Hasta los cuarenta no sabes
que todos los colores son verdes,
que las palabras son máscaras caídas
en pozos de silencio]
En “La hora cincuenta”, poema que cierra la edición de 1988 de Alfabeto del mundo , aparecen “los otros”, otros que lo habitaron a lo largo de su vida, otros que escribieron sus poemas:
De aquel que vino en mí a nacer, ¿qué rastro queda
a la hora cincuenta?
Amaneció y fue noche;
pasó soles llevándose mis días,
uno tras otro, del ensueño al recuerdo.
Fui éste, aquellos, tantos y tantos
que hablaron con mi voz, fueron conmigo
de la mano, al azar, vestidos con mis ropas,
compartiendo el amor, la soledad, la poesía,
hasta que sus pasos se tornaron ausentes.
(…)
jamás escribí nada. —Fueron ellos.
La hora cincuenta cae sobre mi vida
cuando ya de sus voces no me queda ni un eco.
Hundidos yacen al fondo de sus noches,
lejos, en otro espacio, en otro mundo,
pero yo sé que en un lugar siguen despiertos:
la vida ha sido todo, menos sueño
[De lo que vino conmigo cuando nací, ¿qué rastro queda
a la hora cincuenta?
Amaneció y fue de noche;
Soles pasaron llevándose mis días,
uno tras otro, del ensueño al recuerdo.
Yo era éste, aquel, tantos, tantos
que hablaban con mi voz, iban
tomados de mi mano, al azar, vestidos con mi ropa,
compartiendo amor, soledad, poesía,
hasta que sus pasos se ausentaron.
(…)
Yo nunca escribí nada. —Fueron ellos.
La hora cincuenta cae sobre mi vida
cuando no queda ni un eco de sus voces.
Yacen hundidos en el fondo de sus noches,
lejos, en otro espacio, en otro mundo,
pero sé que en algún lugar siguen despiertos:
la vida ha sido todo menos un sueño]
Nos habla de sus sesenta años en el poema “El duende” [El espíritu], con el que abre Fábula del Escriba [Fábula del copista] (2006), el último poemario que publicó. Pero ahora, a diferencia del poema referente a su quinta década, sus visitantes no son las ausencias que quedaron en su juventud. Ahora el poeta recuerda que “a bordo” de sus “veinteañeros, / de noche en noche, con tabaco y una lámpara, escribía poemas”, visitado por el espíritu que, con “ojos fijos”, “segu[ía]/ frase por frase y letra por letra.” Un espíritu que no era otro que el del momento presente “—aquello / que ahora cuenta sesenta”:
El que aquí vuelve buscándome de joven,
en esta misma calle, a medianoche,
y me llama
y no es sueño
[El que aquí vuelve, buscándome de joven,
en esta misma calle, a media noche,
y me llama
y no es sueño]
En “Para mi ochenta aniversario” de Trópico absoluto , el poeta indica:
El año ochenta ya es un límite impreciso
en que me veo y no me veo,
se halla tan lejos de esta hora,
es tan incierto,
que aunque ningún amigo falte
tal vez yo entonces sea el ausente
[El año ochenta es un límite impreciso
en el que me veo y no me veo,
encontrado tan lejos de este tiempo,
y tan incierto
que aunque no falte ningún amigo
tal vez para entonces seré yo el ausente]
Eugenio no nos habló de sus setenta en ningún poema. Murió el 5 de junio de 2008, poco antes de cumplir setenta años. Durante mucho tiempo tuve el privilegio de estar muy cerca de él y de su obra; nos unía una larga y querida amistad. Durante mucho tiempo me he preguntado cómo sería un poema así. Lo que nos contaría de aquella época. Una tarde, hace muchos años, me entregó una carpeta que contenía los originales de las diferentes versiones de un hermoso poema titulado “Final sin fin” [Final sin fin]. He leído con asombro, muchas veces, las trece versiones, editadas sucesivamente, que me dio. Allí pude rastrear, una vez más, las huellas de su vocación humilde y paciente, vocación aprendida en su “taller blanco”, pude apreciar la construcción de ese “ajedrez melodioso” que, para él, era el poema, su diálogo silencioso. con Dios. Ahora, creo entender que este poema estaba destinado a suplir el poema ausente, el poema que daría cuenta de sus setenta. En estos borradores que me entregó y en la versión definitiva que forma parte de Fábula del escriba , precedida de un epígrafe de Juan Ramón Jiménez que dice “…Y me voy”, nos deja su despedida, pero también un testamento de su permanencia, esa presencia viva de la que damos testimonio hoy, diez años después:
La que se irá al final será la vida,
la misma vida que ha llevado nuestros pasos
sin pausa, a la velocidad de su deseo.
(…)
Cuando haya que partir –se irá la vida,
ella y mi música veloz entre mis venas
ella y su melodiosa geometría
que inventa el ajedrez de estas palabras.
(…)
Sí, tal vez nadie se aleje de este mundo,
aunque se extinga cada quien en su momento.
-Nos iremos sin irnos,
ninguno va a quedarse o va a irse,
tal como siempre hemos vivido
a orillas de este sueño indescifrable.
donde uno esta y no esta y nadie sabe nada
[Lo que se irá, al final, será la vida,
la misma vida que ha llevado nuestros pasos
sin pausa, a la velocidad de su deseo.
(…)
Cuando sea hora de irse –la vida se irá,
la vida y mi música rápida en mis venas
la vida y su geometría melodiosa
que inventa el ajedrez de estas palabras.
(…)
Sí, tal vez nadie se aleje de este mundo,
aunque todos se extingan a su debido tiempo.
–Nos iremos sin salir,
nadie se va a quedar ni a irse,
así como siempre hemos vivido
a orillas de este sueño indescifrable.
donde uno esta y no esta y nadie sabe nada
Arturo Gutiérrez Plaza
Traducido por Arthur Dixon